CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS
DE LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO PAULINO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de
San Pablo extramuros
Sábado 28 de junio de 2008
Santidad y delegados fraternos;
señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
Estamos reunidos junto a la tumba de san Pablo, que
nació, hace dos mil años, en Tarso de Cilicia, en la
actual Turquía. ¿Quién era este Pablo? En el templo de Jerusalén, ante la
multitud agitada que quería matarlo, se presenta a sí mismo con estas palabras:
"Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero
educado en esta ciudad (Jerusalén), instruido a los pies de Gamaliel
en la estricta observancia de la Ley de nuestros padres; estaba lleno de celo
por Dios..." (Hch 22, 3). Al final de su camino, dirá de sí mismo:
"Yo he sido constituido... maestro de los gentiles en la fe y en la
verdad" (1 Tm 2, 7; cf. 2 Tm 1, 11).
Maestro de los gentiles, apóstol y heraldo de
Jesucristo: así se define a sí mismo con una mirada retrospectiva al itinerario
de su vida. Pero su mirada no se dirige solamente al pasado.
"Maestro de los gentiles": esta expresión se
abre al futuro, a todos los pueblos y a todas las generaciones. San Pablo no es
para nosotros una figura del pasado, que recordamos con veneración. También
para nosotros es maestro, apóstol y heraldo de Jesucristo.
Por tanto, no estamos reunidos para reflexionar sobre
una historia pasada, irrevocablemente superada. San Pablo quiere hablar con
nosotros hoy. Por eso he querido convocar este "Año paulino"
especial: para escucharlo y aprender ahora de él, como nuestro maestro,
"la fe y la verdad" en las que se arraigan las razones de la unidad
entre los discípulos de Cristo. En esta perspectiva he querido encender, para
este bimilenario del nacimiento del Apóstol, una
"llama paulina" especial, que permanecerá encendida durante todo el
año en un brasero particular puesto en el atrio de cuatro pórticos de la
basílica.
Para solemnizar este acontecimiento he inaugurado
también la así llamada "puerta paulina", por la que he entrado en la
basílica acompañado por el Patriarca de Constantinopla, por el cardenal
arcipreste y por otras autoridades religiosas. Para mí es motivo de íntima
alegría que la inauguración del "Año paulino" asuma un carácter
ecuménico peculiar por la presencia de numerosos delegados y representantes de
otras Iglesias y comunidades eclesiales, a quienes acojo con corazón abierto.
Saludo en primer lugar a Su Santidad el Patriarca
Bartolomé I y a los miembros de la delegación que lo acompaña, así como al
numeroso grupo de laicos que desde varias partes del mundo han venido a Roma
para vivir con él y con todos nosotros estos momentos de oración y de
reflexión. Saludo a los delegados fraternos de las Iglesias que tienen un
vínculo particular con el apóstol san Pablo -Jerusalén, Antioquía,
Chipre y Grecia- y forman el ambiente geográfico de la vida del Apóstol antes
de su llegada a Roma. Saludo cordialmente a los hermanos de las diversas
Iglesias y comunidades eclesiales de Oriente y Occidente, así como a todos
vosotros que habéis querido participar en este solemne inicio del
"Año" dedicado al Apóstol de los gentiles.
Por consiguiente, estamos aquí reunidos para
interrogarnos sobre el gran Apóstol de los gentiles. No sólo nos preguntamos:
¿Quién era san Pablo? Sobre todo nos preguntamos: ¿Quién es san
Pablo? ¿Qué me dice a mí? En esta hora, al inicio del "Año paulino"
que estamos inaugurando, quiero elegir del rico testimonio del Nuevo Testamento
tres textos en los que se manifiesta su fisonomía interior, lo específico de su
carácter.
En la carta a los Gálatas nos dio una profesión
de fe muy personal, en la que abre su corazón ante los lectores de todos los
tiempos y revela cuál es la motivación más íntima de su vida. "Vivo en la
fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Todo lo que hace san Pablo parte de este
centro. Su fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo
totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por
algo anónimo, sino por amor a él -a san Pablo-, y que, como Resucitado, lo
sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por él. Su fe consiste en ser
conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que lo conmueve en lo más íntimo
y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el
mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe
es amor a Jesucristo.
Muchos presentan a san Pablo como un hombre combativo
que sabe usar la espada de la palabra. De hecho, en su camino de apóstol no
faltaron las disputas. No buscó una armonía superficial. En la primera de su Cartas,
la que dirigió a los Tesalonicenses, él mismo dice: "Tuvimos la
valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas... Como
sabéis, nunca nos presentamos con palabras aduladoras" (1 Ts 2, 2. 5).
Para él la verdad era demasiado grande como para estar
dispuesto a sacrificarla en aras de un éxito externo. Para él, la verdad que
había experimentado en el encuentro con el Resucitado bien merecía la lucha, la
persecución y el sufrimiento. Pero lo que lo motivaba en lo más profundo era el
hecho de ser amado por Jesucristo y el deseo de transmitir a los demás este
amor. San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se
explican a partir de este centro. Los conceptos fundamentales de su anuncio
únicamente se comprenden sobre esta base.
Tomemos solamente una de sus palabras-clave: la
libertad. La experiencia de ser amado hasta el fondo por Cristo le había
abierto los ojos sobre la verdad y sobre el camino de la existencia humana;
aquella experiencia lo abarcaba todo. San Pablo era libre como hombre amado por
Dios que, en virtud de Dios, era capaz de amar juntamente con él. Este amor es
ahora la "ley" de su vida, y precisamente así es la libertad de su
vida. Habla y actúa movido por la responsabilidad del amor. Libertad y
responsabilidad están aquí inseparablemente unidas. Por estar en la
responsabilidad del amor, es libre; por ser alguien que ama, vive totalmente en
la responsabilidad de este amor y no considera la libertad como un pretexto
para el arbitrio y el egoísmo.
Con ese mismo espíritu san Agustín formuló la frase
que luego se hizo famosa: "Dilige et quod vis fac"
(Tract. In 1 Jo 7,
7-8), "Ama y haz lo que quieras". Quien ama a Cristo como lo amaba
san Pablo, verdaderamente puede hacer lo que quiera, porque su amor está unido
a la voluntad de Cristo y, de este modo, a la voluntad de Dios; porque su
voluntad está anclada en la verdad y porque su voluntad ya no es simplemente su
voluntad, arbitrio del yo autónomo, sino que está integrada en la libertad de
Dios y de ella recibe el camino por recorrer.
En la búsqueda de la fisonomía interior de san Pablo
quisiera recordar, en segundo lugar, las palabras que Cristo resucitado le
dirigió en el camino de Damasco. Primero el Señor le dice: "Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues?". Ante la pregunta: "¿Quién eres, Señor?", recibe
como respuesta: "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4
s). Persiguiendo a la Iglesia, Pablo perseguía a Jesús mismo. "Tú me persigues".
Jesús se identifica con la Iglesia en un solo sujeto.
En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que
transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda
la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo,
dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante "su
causa". La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa.
En ella no se trata de una causa. En ella se trata de la persona de Jesucristo,
que también como Resucitado sigue siendo "carne". Tiene "carne y
huesos" (Lc 24, 39), como afirma en el evangelio de san Lucas
el Resucitado ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un
cuerpo.
Está presente personalmente en su Iglesia;
"Cabeza y Cuerpo" forman un único sujeto, dirá san Agustín. "¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?", escribe san Pablo a
los Corintios (1 Co 6, 15). Y añade: del mismo
modo que, según el libro del Génesis, el hombre y la mujer llegan a ser
una sola carne, así también Cristo con los suyos se convierte en un solo
espíritu, es decir, en un único sujeto en el mundo nuevo de la resurrección
(cf. 1 Co 6, 16 ss).
En todo esto se refleja el misterio eucarístico, en el
que Cristo entrega continuamente su Cuerpo y hace de nosotros su Cuerpo:
"El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque el
pan es uno, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos
participamos de ese único pan" (1 Co 10,
16-17).
En esta hora, no sólo san Pablo, sino también el Señor
mismo se dirige a nosotros con estas palabras: ¿Cómo habéis podido desgarrar mi
Cuerpo? Ante el rostro de Cristo, estas palabras se transforman al mismo tiempo
en una petición urgente: condúcenos nuevamente a la unidad desde todas las
divisiones. Haz que hoy sea de nuevo realidad: Hay un solo pan, por eso
nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo.
Para san Pablo, las palabras sobre la Iglesia como
Cuerpo de Cristo no son una comparación cualquiera. Van más allá de una
comparación. "¿Por qué me persigues?". Cristo nos atrae
continuamente dentro de su Cuerpo, edifica su Cuerpo a partir del centro
eucarístico, que para san Pablo es el centro de la existencia cristiana, en
virtud del cual todos y cada uno podemos experimentar de un modo totalmente
personal: él me ha amado y se ha entregado por mí.
Concluyo con unas de las últimas palabras de san
Pablo, una exhortación a Timoteo desde la cárcel, poco antes de su muerte:
"Soporta conmigo los sufrimientos por el Evangelio", dice el Apóstol
a su discípulo (2 Tm 1, 8). Estas palabras,
escritas por el Apóstol como un testamento al final de su camino, remiten al
inicio de su misión. Mientras Pablo, después de su encuentro con el Resucitado,
estaba ciego en su casa de Damasco, Ananías recibió
la orden de ir a visitar al temido perseguidor e imponerle las manos para
devolverle la vista. Ante la objeción de que Saulo
era un perseguidor peligroso de los cristianos, Ananías
recibió como respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los pueblos y
los reyes. "Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi
nombre" (Hch 9, 16).
El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por
Cristo están inseparablemente unidos. La llamada a ser maestro de los gentiles
es al mismo tiempo e intrínsecamente una llamada al sufrimiento en la comunión
con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En un mundo en el que la
mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera evitar
el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su
grandeza; no puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe.
No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la
renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la
verdadera libertad. Donde no hay nada por lo que valga la pena sufrir, incluso
la vida misma pierde su valor. La Eucaristía, el centro de nuestro ser
cristianos, se funda en el sacrificio de Jesús por nosotros, nació del
sufrimiento del amor, que en la cruz alcanzó su culmen.
Nosotros vivimos de este amor que se entrega. Este amor nos da la valentía y la
fuerza para sufrir con Cristo y por él en este mundo, sabiendo que precisamente
así nuestra vida se hace grande, madura y verdadera.
A la luz de todas las cartas de san Pablo, vemos cómo
se cumplió en su camino de maestro de los gentiles la profecía hecha a Ananías en la hora de la llamada: "Yo le mostraré todo
lo que tendrá que padecer por mi nombre". Su sufrimiento lo hace creíble
como maestro de verdad, que no busca su propio interés, su propia gloria, su
propia satisfacción personal, sino que se compromete por Aquel que nos amó y se
entregó a sí mismo por todos nosotros.
En esta hora damos gracias al Señor porque llamó a san
Pablo, transformándolo en luz de los gentiles y maestro de todos nosotros, y le
pedimos: Concédenos también hoy testigos de la Resurrección, conquistados por
tu amor y capaces de llevar la luz del Evangelio a nuestro tiempo. San Pablo, ruega por nosotros. Amén.