Caminando en Oracion Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
PADRE
NUESTRO COMENTARIOS
A LA ORACIÓN QUE CRISTO JESUS NOS ENSEÑO. |
NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN, MAS LÍBRANOS DEL MAL FERNANDO SEBASTIAN Obispo de León |
El hecho de que Jesús incluya esta petición en el modelo de oración
que transmite a sus discípulos, nos lleva a pensar que la tentación no es en la
vida cristiana algo ocasional y pasajero. Tiene que tratarse, más bien, de
una situación permanente, con la cual ha de verse el cristiano a lo largo de
su vida. La Biblia, que es, o por lo menos refleja, el mundo espiritual de
Jesús, destaca sobremanera este aspecto de riesgo y de lucha que tiene la
vida y la fidelidad del creyente. La respuesta del hombre al Dios de la
salvación no es una respuesta fácil, no es una respuesta pacífica. El hombre
es probado en su fe, tiene que resistir y superar tentaciones, no puede
dejarse vencer por los enemigos de su salvación, por los engaños y astucias
del enemigo (cf. MC 4,13-20). Hay relatos típicos de estas pruebas y tentaciones, como puede ser la
tentación de Eva y Adán, la tentación o prueba de Abrahán, las tentaciones
del pueblo en el desierto o en el exilio, las tentaciones del mismo Jesús,
las tentaciones escatológicas de la Iglesia y de los cristianos que presenta
el Apocalipsis. En vez de seguir literalmente o cronológicamente los relatos de la
Biblia, que nos proporcionarían multitud de sugerencias interesantes, podemos
también tratar de organizar de manera más bien sistemática lo que nos dice la
Biblia, la doctrina de la Iglesia y la experiencia cristiana de cada día
sobre este aspecto de la vida cristiana. Para comenzar, quiero subrayar la idea ya expresada de que la vida
cristiana no está nunca presentada como algo fácil, algo que discurra
suavemente con naturalidad por sÍ mismo. La vida cristiana tiene su lucha,
padece una violencia, es un combate que requiere de nosotros concentración,
entrenamiento, esfuerzos, renuncias, fortaleza de ánimo. Y, por encima de
todo, requiere ayuda, iluminación, fortaleza, asistencia del Señor que venció
en su vida y en su muerte, de una vez por todas, las fuerzas del pecado, del
mal y de la muerte. Con demasiada frecuencia nos hacemos la ilusión, una
ilusión cómoda, de que podemos ser buenos cristianos dejándonos llevar de
nuestra vida espontánea sin empeÑarnos a fondo en el esfuerzo de este combate
espiritual combate de nuestra fidelidad, de nuestra purificación, del
continuo discernimiento y de la continua conversión, del continuo recurso a
Dios por la oración y la penitencia (cf. Hb 10,32-39). Los hombres, respecto de Dios, vivimos en este mundo en una continua
situación de prueba. Prueba que proviene, radicalmente, de nuestra misma
naturaleza humana. Tanto las dificultades adversas como las favorables, ponen
a prueba nuestra fe en Dios, nuestra fidelidad. El sufrimiento, la soledad,
las persecuciones o la simple incomprensión y, por encima de todo, la muerte
nos ponen en situaciones dificiles, en las que resulta arduo creer de verdad
que Dios, el Dios padre y misericordioso de Jesús, está a nuestro lado. De
siempre el dolor humano ha sido una tentación para el hombre contra la
bondad, la providencia y la misma existencia de Dios (cf. Job, 10). Lo mismo que estas situaciones de sufrimiento y de prueba pueden
provenir de la misma naturaleza humana, de su debilidad frente a los
cataclismos ciegos de la naturaleza, de su propia debilidad y caducidad
interior, pueden también provenir de la equivocación o de la malicia de los
hombres: el abandono, la calumnia, la persecución etc. El desierto y el exilio son las grandes experiencias, los grandes
símbolos bíblicos de esta condición humana. En el desierto el hombre descubre
su propia debilidad, sus profundas carencias, vive dolorosamente el silencio
y la inactividad de Dios. En esta situación nace la desconfianza contra el
Dios que nos eligió, la búsqueda de otros dioses que nos salven más
rápidamente, sin tantas demoras, la añoranza de lo que uno podia tener antes
de salir a la búsqueda de la tierra prometida, las falsas alianzas con los
poderes y los bienes de este mundo. El desierto es el lugar de la prueba y el
lugar de la tentación. El lugar del combate con el diablo (cf. Mt 4,1). Digamos antes de seguir adelante que este periodo de prueba, la
Biblia y la simple experiencia humana lo descubren como algo necesario para
provocar la autenticidad de la fe, para que el hombre dé cuenta de si con
verdad, al margen y por encima de las apariencias y de las conveniencias. En
la historia de Israel, como en la historia de cada uno de nosotros, las
grandes pruebas son momentos de dificultad y de riesgos, pero son también los
momentos del mayor crecimiento, de la mayor purificación, del avance y de la
profundidad en nuestras actitudes religiosas, que se llaman fe,
desprendimiento, confianza en Dios, entrega de si, experiencia de la paz y
del gozo de sentir al Señor cerca de nosotros, o de sentirnos nosotros cerca
de El (cf. 1 Pe 1,7). TENTACIÓN/PRUEBA: A lo largo de esta exposición las palabras prueba y
tentación fácilmente se intercamblan. Y es que la prueba se convierte
fácilmente en tentación. Y la tentación es también prueba. Pero para ser
finos en nuestros pensamientos tendríamos que decir que Dios prueba,
solamente el demonio tienta. Dios permite situaciones dolorosas o difíciles
donde tengamos que recurrir a El afianzando y manteniendo nuestra fe contra
todas las apariencias, porque El quiere nuestro crecimiento en la
comunicación con El, verdaderamente libre y amorosa. Pero estas situaciones
se convierten o se pueden convertir en positivas inducciones al mal, al
pecado y a la perdición, por obra de un personaje siniestro del cual la Biblia,
el evangelio y el propio Jesús nos hablan con bastante más frecuencia y
dramatismo del que se podría pensar a la vista del silencio que ahora se
guarda respecto de él. Efectivamente, la Biblia, los evangelios, Jesucristo, nos hablan de
Satán (el adversario), del demonio (el calumniador, el acusador, el
mentiroso), como de un ser espiritual, opuesto a los planes de Dios. El
aprovecha la debilidad del hombre, las dificultades de la vida, el temor a la
muerte, la oscuridad de nuestra fe, para apartarnos de Dios y hacernos entrar
por otros caminos: los caminos de la rebeldía, la impiedad, la desconfianza,
la idolatría de las cosas de este mundo, la adoración y autosuficiencia más o
menos disimulada, las esperanzas mentirosas de una salvación a corto plazo
que constituye la tentación de la impaciencia. Luego resulta que esta
esperanza es mentirosa y falsa y da lugar a nuevas búsquedas afanosas y
angustiadas. Y uno se enreda cada vez más en sus propios laberintos y se
aleja progresivamente de la claridad, de la simplicidad, de la bondad y de la
paz del que vive de cara a Dios. La muerte, como siempre, es la que deja al
descubierto la falsedad de estos caminos, la inutilidad de estos esfuerzos,
la imposibilidad de una vida verdadera fuera de la alianza con Dios y de su
gracia. Dejemos a un lado las representaciones más o menos imaginativas e
infantiles del demonio. Quedémonos con la sustancia de las cosas. Según la
doctrina de Cristo y de la Iglesia existe el demonio y existe su misteriosa
influencia sobre nosotros. No querer pensar en ello puede ser un síntoma
sutil de autosuficiencia, de secularismo espiritual, de no vivir nuestra vida
en un clima auténticamente religioso. Con el infantilismo de las exageraciones imaginativas hemos perdido
también algo de la profundidad y de la intensidad de nuestra fe (cf. 1 Pe
5,8). Con esto hemos comenzado ya a comentar la segunda parte de la petición
que estamos meditando: mas líbranos del mal, o del maligno, como dicen otras
versiones. Pero el mal no viene solamente del demonio. Encuentra en nosotros
una cierta complicidad. Me refiero al pecado original, algo que es también
importante en la visión cristiana del hombre y de la vida, y que ahora
algunos corren el peligro de olvidar. Dejando otras cuestiones más técnicas que
no son aquí del caso, yo creo que esta afirmación de
la doctrina de la Iglesia es tan importante que, sin ella, no se puede
apreciar ni comprender lo que significa la gracia de Dios. El dogma del
pecado original no es más que el reverso del dogma de la gracia. No se trata
de un pecado personal, es más bien un estado original que llevamos con
nosotros mismos, que consiste en el original desconocimiento, miedo y
desconfianza de Dios, en la original resistencia a dejarnos llevar más allá
de nosotros mismos, de nuestras propias seguridades. Este pecado se perdona y se destruye por el bautismo, el sacramento
de la fe, que es exactamente su negación. Pero mientras la fe no es perfecta,
el pecado, aunque sustancialmente vencido, sigue pesando en nosotros, dificultando
nuestra entrega a Dios, favoreciendo desde dentro, como una quinta columna
espiritual y moral, la obra y la seducción de Satanás: la vida del espíritu
se nos hace oscura, sacrificada, incierta; y, en cambio, las cosas y los
bienes de este mundo se nos presentan como más atractivos, más seguros, más
verdaderos y más salvificos. Podríamos repasar el capitulo séptimo de la
carta de San Pablo a los Romanos, como un testimonio dramático de esta lucha
interior que todos llevamos con nosotros. Después de este recorrido, podría alguno sentir la angustia de
encontrarse ante una situación irremediable. Ese es un buen camino. Porque es
verdad que para nosotros mismos la salvación es una cosa imposible.
Necesitamos la salvación venida desde fuera, necesitamos sentirnos
necesitados de salvación. Sin esta experiencia no puede haber vida cristiana
auténtica ni profunda. Pero afortunadamente esta salvación está junto a
nosotros. A partir de estos datos cobra fuerza la consideración de Jesús como
vencedor del dolor y del sufrimiento, vencedor de la muerte, vencedor del
pecado, vencedor del demonio. El maligno ha visto quebrado su poder sobre los
hombres por la piedad de Jesús en la adversidad, por su confianza y
obediencia en la muerte, por el poder de su resurrección (cf. Jn 12,31 ). Quedan las luchas escatológicas, los asedios del mal contra la
Iglesia, contra los creyentes, contra la auténtica realización del hombre, de
los cuales hablan simbólicamente las profecías del Apocalipsis. Pero la
victoria está ya conseguida en Jesucristo y por Jesucristo para todos los que
crean en El. No hay otro nombre en el que los hombres puedan ser salvados
(cf. Ef 6,10-20). Si después de terminar la exposición de esta última petición del
padrenuestro, lo recitamos de nuevo, en él encontramos todos los elementos y
las garantías de nuestra victoria. Pedimos que no nos deje caer—o entrar— en la tentación, que nos libre
del mal. Y El nos libra ya mientras estamos haciendo esta súplica, porque
nuestra misma oración es antídoto contra la tentación y contra el mal. Somos
fuertes cuando invocamos a Dios como Padre, sintiéndolo cerca de nosotros
acogedor, misericordioso, fuente y garantía de nuestra vida: Padre mio y
Padre de todos mis hermanos, de todos los demás hombres que son hermanos mios
a la sombra del mismo Padre. Somos fuertes, cuando lo sentimos y lo proclamemos santo, es decir
diferente y vivo, sólido y auténtico, permanente y definitivo. Porque El es
santo, podemos nosotros ser también santos; o, por lo menos, no resignarnos
al pecado, no sucumbir al engaño del pecado. Su reino, que viene sin cesar desde Jesús, por su Patabra, por los
sacramentos, por el poder de su gracia y su espiritu, es salvación, libertad
verdadera, vida auténtica, santidad. Su voluntad que sólo se cumple del todo
en el Cielo, es en definitiva su amor glorificante, liberador y salvador. Todas las peticiones del padrenuestro son vehículos de salvación,
peldaños de esa victoria permanente contra la tentación y contra el mal,
contra el pecado y contra el poder de la muerte. ¡Gracias sean dadas a Dios,
que nos da la victoria por Nuestro Senor Jesucristo! (1 Cor 15,57). |
Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |