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MEDITACIONES SOBRE NUESTRA FE Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |
Cristo,
Palabra de Dios Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra,
pues cuando se lee en la Iglesia «En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios
habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le
ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace
presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo
con los cantos y muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez
nutrido con ella, en la oración universal, hace súplicas por las necesidades
de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR 33). Recibir
del Padre el pan de la Palabra encarnada En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la
plenitud de su palabra, que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu.
En efecto, cuando nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le
hablamos, pues en la palabra encontramos el medio mejor para transmitir
nuestro espíritu. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu
humano. Pues bien, el Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo,
plenitud de su palabra, nos comunica así su espíritu, el Espíritu Santo. Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a
Cristo-Palabra como comulgamos a Cristo-pan, pues incluso del pan eucarístico
es verdad aquello de que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4). En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena
de Nazaret, cuando Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para
hacer la lectura» de un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro,
se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y
comenzó a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma
realidad le escuchamos nosotros en Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia
de Cristo en el pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en
la realidad de la presencia de Cristo cuando nos habla en Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al
término de las lecturas: «Palabra de Dios», no está queriendo afirmar
solamente que «Ésta fue la palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos,
y ahora recordada piadosamente; sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que
precisamente hoy el Señor está dirigiendo a sus hijos. La
doble mesa del Señor En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra
precede a la liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo
primero va unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos, por
otra parte, que ése fue el orden que comprobamos ya en el sacrificio del
Sinaí (Ex 24,7), en la Cena del Señor, o en el encuentro de Cristo con los
discípulos de Emaús (Lc 24,13-32). En este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua
tradición, ve en la eucaristía «la doble mesa de Por eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las lecturas
sagradas sino a la misma predicación -«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)-,
decía: «Toda la solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de
Cristo, para que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese
mismo cuidado debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican,
hablando o pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón.
No tendrá menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que
aquel que por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML
39,2319). En la misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía: «Yo
considero el Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi
carne y bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la
eucaristía, pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y
sangre de Cristo» (ML 26,1259). Lecturas
en el ambón El Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado ((Un ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá
tras la celebración, no es, como ya hemos visto, el signo que la Iglesia
quiere para expresar el lugar de la Palabra divina en Podemos recordar aquí aquella escena narrada en el libro
de Nehemías, en la que se hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio ( Otra anécdota significativa. San Cipriano, obispo de
Cartago, en el siglo III, reflejaba bien la veneración de la Iglesia antigua
hacia el oficio de lector cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un
mártir que ha sobrevivido a El
leccionario Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las
Sagradas Escrituras en la primera parte de la celebración de Al paso de los siglos, se fueron formando leccionarios
para ser usados en Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado
de la Liturgia, nos permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día
a su pueblo. Por eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice
[hoy] a las iglesias» (Ap 2,11). Así como cada día la luz del sol va
amaneciendo e iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de
Cristo, una misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones. Es el
pan de la palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año
litúrgico, reparte el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas
lenguas y naciones, están en ese día meditando y orando esas palabras de Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas,
los textos del Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su
congruencia con los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se
leen en la misma misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la
cuidadosa distribución de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que
los libros antiguos y los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las
lecturas estén sintonizadas con los misterios que en ese día o en esa fase
del Año litúrgico se están celebrando. Profeta,
apóstol y evangelista Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando
los domingos y otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el
profeta, el apóstol y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.
El profeta, u otros libros del Antiguo
Testamento, enciende una luz que irá creciendo hasta el Evangelio. En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en
otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en
estos días, nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de
su propio ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de
modo perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en
los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27). El apóstol nos trae la voz inspirada de los
más íntimos discípulos del Maestro: Juan, Pedro, Pablo... El salmo responsorial da una respuesta meditativa a la
lectura -a la lectura primera, si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha
elegido ese salmo con una clara intención cristológica. Así es como fueron
empleados los salmos frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch
1,20; 2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la
misa el salmo responsorial, como también el Aleluya, es decir, «alabad al Señor»,
que precede al Evangelio. El
Aleluya «Mientras se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote,
si se emplea el incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos
juntas e inclinado ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y
mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio].
Después toma el libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que
pueden llevar el incienso y los candeleros, se acerca al ambón. Llegado al
ambón, el sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros, y en
seguida: Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el
pulgar, y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el
incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a
ti, Señor] proclama el evangelio El Evangelio es el momento más alto de la
liturgia de Una vez terminada la lectura, besa el libro, diciendo en
secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados. Después de la
lectura del evangelio se hace la aclamación del pueblo», Gloria a ti, Señor
Jesús. La homilía, que sigue a las lecturas de la
Escritura, ya se hacía en la Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús
en Nazaret (Lc 4,16-30). Y desde el principio se practicó también en la
liturgia eucarística cristiana, como hacia el año 153 testifica San Justino
(I Apología 67). La homilía, que está reservada al sacerdote o al diácono
(OGMR 61; Código 767,1), y que «se hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97),
es el momento más alto en el ministerio de la predicación apostólica, y en
ella se cumple especialmente la promesa del Señor: «El que os oye, me oye»
(Lc 10,16). «La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada,
pues es necesaria para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una
explicación o de algún aspecto particular de las lecturas de Un silencio, meditativo y orante, puede seguir a las
lecturas y a la predicación. El
Credo El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano
puede dar a la Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión
de fe, el Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la
piedad tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre
creador; se extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro
Salvador; declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y
termina afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección. Puede rezarse en su forma breve, que es el símbolo
apostólico (del siglo III-IV), o en la fórmula más desarrollada, que procede
de los Concilios niceno (325) y constantinopolitano (381). La
oración universal u oración de los fieles La liturgia de la Palabra termina con la oración de los
fieles, también llamada oración universal, que el sacerdote preside,
iniciándola y concluyéndola, en el ambón o en De este modo, «en la oración universal u oración de los
fieles, el pueblo, ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los
hombres. Conviene que esta oración se haga, normalmente, en las misas a las
que asiste el pueblo, de modo que se eleven súplicas por Al hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy
conscientes de que la eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los
cristianos «y por todos los hombres, para el perdón de los pecados». La
Iglesia, en efecto, es «sacramento universal de salvación», de tal modo que
todos los hombres que alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la
Iglesia, que actúa sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en
una mediación a distancia, sólamente espiritual
-cuando no son cristianos-. Es lo mismo que vemos en el evangelio, donde unas
veces Cristo sanaba por contacto físico y otras veces a distancia. En todo
caso, nadie sana de la enfermedad profunda del hombre, el pecado, si no es
por la gracia de Cristo Salvador que, desde Pentecostés, «asocia siempre
consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b), sin la que no hace nada. Según esto, la Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy
especialmente por la oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene
continuamente al mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales
y espirituales, e impidiendo su total ruina. De esto tenían clara conciencia los cristianos primeros,
con ser tan pocos y tan mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme
convicción que se refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que es el alma en el
cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos
los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las ciudades del mundo...
La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido agravio alguno de
ella, porque no le deja gozar de los placeres; a los cristianos los aborrece
el mundo, sin haber recibido agravio de ellos, porque renuncian a los
placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero ella es la que mantiene
unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos en el mundo, como en una
cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo... Tal es el
puesto que Dios les señaló, y no es lícito desertar de él» (VI,1-10). Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No
tenéis porque no pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que
termine el comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que desaparezca de
muchos países, fácilmente atribuímos el bien
recibido a ciertas causas segundas -políticas, económicas, personales, etc.-,
sin recordar que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba,
desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo,
las religiosas de clausura y los humildes feligreses de misa diaria
contribuyen mucho más poderosamente al bien del mundo que todo el conjunto de
prohombres y políticos que llenan las páginas de los periódicos y las
pantallas de Fuentes: INSTRUCCIÓN GENERAL MISAL ROMANO
(OGMR)
"SACROSANCTUM CONCILIUM" (SC) Dios les Bendiga Pedro Sergio Antonio
Donoso Brant |
Pedro
Sergio Antonio Donoso Brant |