"Señor, enséñanos a orar" Lc 11, 1- Un día, Jesús estaba orando
en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor,
enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos". Él les dijo entonces: "Cuando oren,
digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día
nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros
perdonamos a aquéllos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la
tentación". Cuando nos dirigimos al
Padre en oración, levantamos los ojos a El, nuestro corazón se inflama y se
apasiona porque nos dirigimos a quien más nos ama, y decimos tiernamente
“Padre”, porque somos sus hijos, el nos ha creado, somos de su patrimonio, y
con gran convicción, decimos Padre Nuestro, en plural, de este modo nos
involucramos todos porque para El somos hermanos, y deseamos ante El ser
hermanos. Y levantamos los ojos,
rezamos “Que estas en los cielos”, "Los cielos publican la gloria de
Dios"; (Sal 18,2), el cielo está en donde ya no hay culpa y donde no hay
ningún temor a la muerte, entonces nos elevamos a El y lo separamos de las
cosas terrenas. San Agustín decía: Dios, habita en le corazón de los hombres
justos, complementado con la idea del cielo, es entonces el cielo una idea
mas allá de todo lo que el hombre puede imaginar. Dice el Señor en este
Evangelio, “Santificado sea tu nombre”; Porque Dios es santidad pura,
incorruptible, principio de todo lo bueno, y pedimos que sea santificado en
nosotros su nombre, como auxilio para abstenernos de toda maldad y para que
la santificación pueda venir en nosotros. Por tanto, esta es una expresión
que nos compromete a buscar la santidad, para que Dios tenga hijos dignos
recordando al salmista que dice: “Sea conocida tu santidad en todo el mundo,
y te alaba dignamente, porque alabarte es de justos (Sal 32,1) Nos enseña Jesús, “que venga
tu reino”; Para que el poder y la seducción y el reino de este mundo pasajero
sean desterrados, sobre todo, el pecado, que reina en nuestra vida terrenal.
De este modo también pedimos a Dios que nos libre de la corrupción y nos
preserve de la muerte. También queremos decir venga el Espíritu Santo sobre
nosotros para que nos purifique. El Reino de Dios viene cuando alcanzamos
gracia; porque El mismo dice (Lc 17,21): "El reino de Dios está dentro
de vosotros". Para que Dios reine en nuestras vidas, así entonces en
todos nuestros pensamientos, palabras y acciones. Y sin entristecernos por el
Plan de Dios en nosotros, le pedimos a Dios que se hágase su voluntad aquí en
la tierra como en el cielo; Es una súplica para que nos permita imitar la
vida del cielo, y porque nosotros deseamos aceptar lo que El quiere. Le pedimos
de este modo, que nuestra vida humana sea buena y semejante a la que
tendremos después de la resurrección, por tanto ya queremos disponernos a
llevar un modo de vida en este mundo, que esté conforme con la que esperamos
en el otro. “Danos cada día nuestro pan
cotidiano”; Danos hoy nuestro pan de cada día: Jesucristo es el Pan de Vida
Eterna. El pan de nuestras almas es la virtud divina, que trae sobre ellas la
vida eterna del mismo modo que el pan que nace de la tierra conserva la vida
temporal. El pan divino que ha venido y el que ha de venir, le rogamos nos
conceda hoy, con todo su sabor. También concédenos esto haciendo que el
Espíritu Santo habite en nosotros, produciendo una virtud que aventaja a toda
virtud humana, como la humildad, la bondad y el amor. Perdona nuestros pecados,
perdona nuestras ofensas: “Misericordia Señor, nos comprometemos a no
faltarle, sin embargo caemos, pero El, bueno al extremo, nos perdona y luego
volvemos a caer, entonces le suplicamos que suspenda el castigo que merecemos,
y El tan bueno, lo hace. Pero en cuanto vemos que por su confianza en
nosotros El mira para otro hermano, volvemos a caer nuevamente”. Jesus nos
enseño a tener confianza por nuestras buenas obras, y nos enseñó a implorar
el perdón de nuestros pecados, porque, no existiendo nadie sin pecados, no
nos privemos de la participación de los beneficios divinos por los pecados
humanos. Así pues, al ofrecer, como debemos, a Cristo, quien hace que el
Espíritu Santo habite en nosotros, la santidad perfecta, habremos de
reprendernos si no hemos conservado la pureza de su templo. Este defecto se
enmienda por la bondad de Dios, perdonando a la humana debilidad el castigo
de sus pecados. Y decimos lo enseñado por
Jesús, “porque también nosotros perdonamos a aquéllos que nos ofenden”; Así
es Dios, lleno de piedad por los pecadores, si lo es El con nosotros, tenemos
que serlo del mismo modo con los demás y, si no es así, somos unos
hipócritas. Esto los hacemos con toda justicia por el Dios justo. Cuando
nosotros perdonamos a nuestros deudores; esto es, a los que nos han ofendido
y confiesan su ofensa. Conociendo nosotros esto, debemos dar gracias a
nuestros deudores; porque son para nosotros la oportunidad y la causa de
nuestro mayor perdón. Además dando poco alcanzamos mucho; porque nosotros
debemos muchas y grandes deudas a Dios y estaríamos perdidos si nos
pidiésemos una pequeña parte de ellas. También nos enseñó el Señor,
pedir para que El no nos dejes caer en la tentación: Pedimos a Dios que no
nos deje caer en el pecado, esto es fuerza, amor, decisión, voluntad para
enfrentar este diarios combate "entre la carne y el espíritu",
capacidad para evitar las ocasiones de pecar. Si queremos que Dios permanezca
en nuestro corazón, tenemos que protegerlo de la tentación. En efecto, es imposible no
dejarnos tentar, los santos fueron tentados, muchos sufrieron esta prueba,
por eso le pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación, esto es, que
no permita que suframos la prueba de las tentaciones inclinada a los placeres
de los sentidos. Jesucristo conociendo nuestra debilidad, mandó que orásemos
para que no cayésemos en la tentación; pero cuando alguno se ve en ella,
conviene que pida a Dios la virtud de resistirla, para que se cumpla en
nosotros lo que dice San Mateo (10,22): "El que persevera hasta el fin,
se salvará". Por este motivo, rogamos que
nos libre del mal, del “maléfico”, y sus sinónimos, la mentira, el crimen, el
robo, la xenofobia, la discriminación, la desidia, la irreverencia, el
egoísmo, la envidia, la pereza, la maldad, la dureza de corazón, la
incomprensión, irresponsabilidad, y tantas más que son el deleite de Satanás.
San Agustín nos dice que
cada uno pide ser librado del mal (esto es, del demonio y del pecado); pero
el que confía en Dios, no teme al pecado. Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? (Rom 8,31). Por comprender esto,
“gracias Señor” |
Pedro Sergio Antonio Donoso
Brant |