Caminando con
Jesús |
REDEMPTORIS
CUSTOS EXHORTACION
APOSTOLICA DEL
SUMO PONTIFICE JUAN PABLO II SOBRE LA LA
FIGURA Y LA MISION DE SAN JOSE EN
LA VIDA DE CRISTO Y DE LA IGLESA INTRODUCCION 1.
Llamado a ser el Custodio del Redentor, "José... hizo como el ángel del
Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer" (Mt 1, 24). Desde los
primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han
subrayado que san José, al igual que cuidó amorosamente de María y se dedicó
con gozoso empeño a la educación de Jesucristo (1), también custodia y
protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y
modelo. En el centenario de la publicación de la Carta Encíclica Quamquam
pluries del Papa León XIII (2), y siguiendo la huella de la secular
veneración a san José, deseo presentar a la consideración de vosotros, queridos
hermanos y hermanas, algunas reflexiones sobre aquél al cual Dios
"confió la custodia de sus tesoros más preciosos" (3). Con profunda
alegría cumple este deber pastoral, para que en todos crezca la devoción al
Patrono de la Iglesia universal y el amor al Redentor, al que él sirvió
ejemplarmente. De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con
mayor fervor a san José e invocará confiado su patrocinio, sino que tendrá
siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como
de "participar" en la economía de la salvación (4). Considero, en
efecto, que el volver a reflexionar sobre la participación del Esposo de
María en el misterio divino consentirá a la Iglesia, en camino hacia el
futuro junto con toda la humanidad, encontrar continuamente su identidad en
el ámbito del designio redentor, que tiene su fundamento en el misterio de la
Encarnación. Precisamente José de Nazaret "participó" en este
misterio como ninguna otra persona, a excepción de María, la Madre del Verbo
Encarnado. El participó en este misterio junto con ella, comprometido en la
realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por
cuyo poder el eterno Padre "nos predestinó a la adopción de hijos suyos
por Jesucristo" (Ef 1, 5). I.-
EL MARCO EVANGELICO El
matrimonio con María 2.
"José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1,
20-21). En estas palabras se halla el núcleo central de la verdad bíblica
sobre san José, el momento de su existencia al que se refieren
particularmente los Padres de la Iglesia. El Evangelista Mateo explica el
significado de este momento, delineando también como José lo ha vivido. Sin
embargo, para comprender plenamente el contenido y el contexto, es importante
tener presente el texto paralelo del Evangelio de Lucas. En efecto, en
relación con el versículo que dice: "La generación de Jesucristo fue de
esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a
estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo" (Mt
1, 18), el origen de la gestación de María "por obra del Espíritu
Santo" encuentra una descripción más amplia y explícita en el versículo
que se lee en Lucas sobre la anunciación del nacimiento de Jesús: "Fue
enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el
nombre de la virgen era María" (Lc 1, 26-27). Las palabras del ángel:
"Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1, 28),
provocaron una turbación interior en María y, a la vez, le llevaron a la
reflexión. Entonces el mensajero tranquiliza a la Virgen y, al mismo tiempo,
le revela el designio especial de Dios referente a ella misma: "No
temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el
seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será
grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de
David, su padre" (Lc 1, 30-32). El
evangelista había afirmado poco antes que, en el momento de la anunciación,
María estaba "desposada con un hombre llamado José, de la casa de
David". La naturaleza de este "desposorio" es explicada
indirectamente, cuando María, después de haber escuchado lo que el mensajero
había dicho sobre el nacimiento del hijo, pregunta: "¿Cómo será esto,
puesto que no conozco varón?" (Lc 1, 34). Entonces le llega esta
respuesta: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado
Hijo de Dios" (Lc 1, 35). María, si bien ya estaba "desposada"
con José, permanecerá virgen, porque el niño, concebido en su seno desde la
anunciación, había sido concebido por obra del Espíritu Santo. En este punto
el texto de Lucas coincide con el de Mateo 1, 18 y sirve para explicar lo que
en él se lee. Si María, después del desposorio con José, se halló
"encinta por obra del Espíritu Santo", este hecho corresponde a
todo el contenido de la anunciación y, de modo particular, a las últimas
palabras pronunciadas por María: "Hágase en mí según tu palabra"
(Lc 1, 38). Respondiendo al claro designio de Dios, María con el paso de los
días y de las semanas se manifiesta ante la gente y ante José
"encinta", como aquella que debe dar a luz y lleva consigo el
misterio de la maternidad. El
mensajero se dirige a José como al "esposo de María", aquel que, a
su debido tiempo, tendrá que imponer ese nombre al Hijo que nacerá de la
Virgen de Nazaret, desposada con él. El mensajero se dirige, por tanto, a
José confiándole la tarea de un padre terreno respecto al Hijo de María. "Despertado
José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo
a su mujer" (Mt 1, 24). El la tomó en todo el misterio de su maternidad;
la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo,
demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de
María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero. II.-
EL DEPOSITARIO DEL MISTERIO DE DIOS 4.
Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la casa de
Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó las
palabras pronunciadas por Isabel "llena de Espíritu Santo" (Lc 1,
41). Además de las palabras relacionadas con el saludo del ángel en la
anunciación, Isabel dijo: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45). Estas
palabras han sido el pensamiento-guía de la encíclica Redemptoris
Mater, con la cual he pretendido profundizar en las enseñanzas del Concilio
Vaticano II que afirma: "La Bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la
cruz" (5) y "precedió" (6) a todos los que, mediante la fe,
siguen a Cristo. Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se
encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor:
"Feliz la que ha creído", en cierto sentido se puede aplicar esta
bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de
Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la
verdad, José no respondió al "anuncio" del ángel como María; pero
hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo
que él hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26;
2Cor 10, 5-6). Se
puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de
María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado
en la anunciación. El Concilio dice al respecto: "Cuando Dios revela hay
que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se
confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del
entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación
hecha por él" (7). La frase anteriormente citada, que concierne a la
esencia misma de la fe, se refiere plenamente a José de Nazaret. 5.
El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio
"escondido desde siglos en Dios" (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se
convirtió María en aquel momento decisivo que el Apóstol llama "la plenitud
de los tiempos", cuando "envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer" para "rescatar a los que se hallaban bajo la ley",
"para que recibieran la filiación adoptiva" (cf. Gál 4, 4-5). "Dispuso Dios -afirma el Concilio- en
su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad
(cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo
encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes
de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2Pe 1, 4)". (8) De este misterio
divino José es, junto con María, el primer depositario. Con María -y también
en relación con María- él participa en esta fase culminante de la
autorrevelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante.
Teniendo a la vista el texto de ambos evangelistas Mateo y Lucas, se puede
decir también que José es el primero en participar de la fe de la Madre de
Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina
anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en
la vía de la "peregrinación de la fe", a través de la cual, María,
sobre todo en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y
singular. (9) 6.
La vía propia de José, su peregrinación de la fe, se concluirá antes, es
decir, antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de
que Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de
Pentecostés el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida
mediante el poder del Espíritu de verdad. Sin embargo, la vía de la fe de
José sigue la misma dirección, queda totalmente determinada por el mismo
misterio del que él junto con María se había convertido en el primer
depositario. La encarnación y la redención constituyen una unidad orgánica e
indisoluble, donde el "plan de la revelación se realiza con palabras y
gestos intrínsecamente conexos entre sí" (10). Precisamente por esta
unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a san José, estableció
que en el Canon romano de la Misa, memorial perpetuo de la redención, se
incluyera su nombre junto al de María, y antes del de los Apóstoles, de los
Sumos Pontífices y de los Mártires. (11) El
servicio de la paternidad 7.
Como se deduce de los textos evangélicos, el matrimonio con María es el
fundamento jurídico de la paternidad de José. Es para asegurar la protección
paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María. Se sigue
de esto que la paternidad de José -una relación que lo sitúa lo más cerca
posible de Jesús, término de toda elección y predestinación (cf. Rom 8, 28
s.)- pasa a través del matrimonio con María, es decir, a través de la
familia. Los evangelistas, aun afirmando claramente que Jesús ha sido
concebido por obra del Espíritu Santo y que en aquel matrimonio se ha
conservado la virginidad (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), llaman a José esposo
de María y a María esposa de José (cf. Mt 1, 16. 18-20. 24; Lc 1, 27; 2, 5). Y
también para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de
Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José, porque
jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José. De aquí se
comprende por qué las generaciones han sido enumeradas según la genealogía de
José. "¿Por qué -se pregunta san Agustín- no debían serlo a través de
José? ¿No era tal vez José el marido de María? (...) La Escritura afirma, por
medio de la autoridad angélica, que él era el marido. No temas, dice, recibir
en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu
Santo. Se le ordena poner el nombre del niño, aunque no fuera fruto suyo.
Ella, añade, dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. La
Escritura sabe que Jesús no ha nacido de la semilla de José, porque a él,
preocupado por el origen de la gravidez de ella, se le ha dicho: es obra del
Espíritu Santo. Y, no obstante, no se le quita la autoridad paterna, visto
que se le ordena poner el nombre al niño. Finalmente, aun la misma Virgen
María, plenamente consciente de no haber concebido a Cristo por medio de la
unión conyugal con él, le llama sin embargo padre de Cristo" (12). El
hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que
les une: "A raíz de aquel matrimonio fiel ambos merecieron ser llamados
padres de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo
modo que era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la
carne" (13). En este matrimonio, no faltaron los requisitos necesarios
para su constitución: "En los padres de Cristo se han cumplido todos los
bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento. Conocemos la
prole, que es el mismo Señor Jesús; la fidelidad, porque no existe adulterio;
el sacramento, porque no hay divorcio" (14). Analizando
la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como santo Tomás la ponen
siempre en la "indivisible unión espiritual", en la "unión de
los corazones", en el "consentimiento" (15), elementos que en
aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar. En el momento
culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la
humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y
José el que realiza en plena "libertad" el "don esponsal de
sí" al acoger y expresar tal amor (16). "En esta grande obra de renovación
de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y renovado, se
convierte en una realidad nueva, en un sacramento de la nueva Alianza. Y he
aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo,
hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente del mal que
ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del
cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la
obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta
su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de
amor y cuna de la vida" (17). ¡Cuántas
enseñanzas se derivan de todo esto para la familia! Porque "la esencia y
el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor"
y "la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el
amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la
humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa" (18); es
en la Sagrada Familia, en esta originaria "iglesia doméstica" (19),
donde todas las familias cristianas deben mirarse. En efecto, "por un
misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos años el Hijo de
Dios: es pues el prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas"
(20). 8.
San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a
la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él
coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y
es verdaderamente "ministro de la salvación" (21). Su paternidad se
ha expresado concretamente "al haber hecho de su vida un servicio, un
sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está
unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre
la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo;
al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación
sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al
servicio del Mesías, que crece en su casa" (22). La liturgia, al
recordar que han sido confiados "a la fiel custodia de san José los
primeros misterios de la salvación de los hombres" (23), precisa también
que "Dios le ha puesto al cuidado de su familia, como siervo fiel y
prudente, para que custodiara como padre a su Hijo unigénito" (24). León
XIII subraya la sublimidad de esta misión: "El se impone entre todos por
su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la
creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el
Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y
aquella reverencia que los hijos deben a su propio padre" (25). Al
no ser concebible que a una misión tan sublime no correspondan las cualidades
exigidas para llevarla a cabo de forma adecuada, es necesario reconocer que
José tuvo hacia Jesús "por don especial del cielo, todo aquel amor
natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda
conocer" (26). Con la potestad paterna sobre Jesús, Dios ha otorgado
también a José el amor correspondiente, aquel amor que tiene su fuente en el
Padre, "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la
tierra" (Ef 3, 15). En los Evangelios se expone claramente la tarea
paterna de José respecto a Jesús. De hecho, la salvación, que pasa a través
de la humanidad de Jesús, se realiza en los gestos que forman parte
diariamente de la vida familiar, respetando aquella
"condescendencia" inherente a la economía de la encarnación. Los
Evangelistas están muy atentos en mostrar cómo en la vida de Jesús nada se
deja a la casualidad y todo se desarrolla según un plan divinamente
preestablecido. La fórmula repetida a menudo: "Así sucedió, para que se
cumplieran..." y la referencia del acontecimiento descrito a un texto
del Antiguo Testamento, tienden a subrayar la unidad y la continuidad del
proyecto, que alcanza en Cristo su cumplimiento. Con
la encarnación las "promesas" y la "figuras" del Antiguo
Testamento se hacen "realidad": lugares, personas, hechos y ritos
se entremezclan según precisas órdenes divinas, transmitidas mediante el ministerio angélico y recibidos por criaturas
particularmente sensibles a la voz de Dios. María es la humilde sierva del
Señor, preparada desde la eternidad para la misión de ser Madre de Dios; José
es aquel que Dios ha elegido para ser "el coordinador del nacimiento del
Señor" (27), aquél que tiene el encargo de proveer a la inserción
"ordenada" del Hijo de Dios en el mundo, en el respeto de las
disposiciones divinas y de las leyes humanas. Toda la vida, tanto
"privada" como "escondida" de Jesús ha sido confiada a su
custodia. El
censo 9.
Dirigiéndose a Belén para el censo, de acuerdo con las disposiciones emanadas
por la autoridad legítima, José, respecto al niño, cumplió la tarea
importante y significativa de inscribir oficialmente el nombre "Jesús,
hijo de José de Nazaret" (cf. Jn 1, 45) en el registro del Imperio. Esta
inscripción manifiesta de modo evidente la pertenencia de Jesús al género
humano, hombre entre los hombres, ciudadano de este mundo, sujeto a las leyes
e instituciones civiles, pero también "salvador del mundo".
Orígenes describe acertadamente el significado teológico inherente a este
hecho histórico, ciertamente nada marginal: "Dado que el primer censo de
toda la tierra acaeció bajo César Augusto y, como todos los demás, también
José se hizo registrar junto con María su esposa, que estaba encinta, Jesús
nació antes de que el censo se hubiera llevado a cabo; a quien considere esto
con profunda atención, le parecerá ver una especie de misterio en el hecho de
que en la declaración de toda la tierra debiera ser censado Cristo. De este
modo, registrado con todos, podía santificar a todos; inscrito en el censo
con toda la tierra, a la tierra ofrecía la comunión consigo; y después de
esta declaración escribía a todos los hombres de la tierra en el libro de los
vivos, de modo que cuantos hubieran creído en él, fueran luego registrados en
el cielo con los Santos de Aquel a quien se debe la gloria y el poder por los
siglos de los siglos. Amén" (28). El
nacimiento en Belén 10.
Como depositarios del misterio "escondido desde siglos en Dios" y
que empieza a realizarse ante sus ojos "en la plenitud de los
tiempos", José es con María, en la noche de Belén, testigo privilegiado
de la venida del Hijo de Dios al mundo. Así lo narra Lucas: "Y sucedió
que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del
alumbramiento, y dio a luz su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le
acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento" (Lc 2,
6-7). José fue testigo ocular de este nacimiento, acaecida en condiciones
humanamente humillantes, primer anuncio de aquel "anonadamiento" (Flp 2, 5-8), al que Cristo libremente consintió para
redimir los pecados. Al mismo tiempo José fue testigo de la adoración de los
pastores, llegados al lugar del nacimiento de Jesús después de que el ángel
les había traído esta grande y gozosa nueva (cf. Lc 2, 15-16); más tarde fue
también testigo de la adoración de los Magos, venidos de Oriente (cf. Mt 2,
11). La
circuncisión 11.
Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del padre, José con
este rito (cf. Lc 2, 21) ejercita su derecho-deber respecto a Jesús. El
principio según el cual todos los ritos del Antiguo Testamento son una sombra
de la realidad (cf. Heb 9, 9 s.; 10, 1), explica el por qué Jesús los acepta.
Como para los otros ritos, también el de la circuncisión halla en Jesús el
"cumplimiento". La Alianza de Dios con Abrahán, de la cual la
circuncisión era signo (cf. Jn 17, 13), alcanza en Jesús su pleno efecto y su
perfecta realización, siendo Jesús el "sí" de todas las antiguas
promesas (cf. 2Cor 1, 20). La
imposición del nombre 12.
En la circuncisión, José impone al niño el nombre de Jesús. Este nombre es el
único en el que se halla la salvación (cf. Hech 4, 12); y a José le había
sido revelado el significado en el instante de su "anunciación":
"Y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados" (Mt 1, 21). Al imponer el nombre, José declara su paternidad
legal sobre Jesús y, al proclamar el nombre, proclama también su misión
salvadora. La
presentación de Jesús en el templo 13.
Este rito, narrado por Lucas (2, 2 ss.), incluye el rescate del primogénito e
ilumina la posterior permanencia de Jesús a los doce años de edad en el
templo. El rescate del primogénito es otro deber del padre, que es cumplido
por José. En el primogénito estaba representado el pueblo de la Alianza,
rescatado por la esclavitud para pertenecer a Dios. También en esto, Jesús,
que es el verdadero "precio" del rescate (cf. 1Cor 6, 20; 7, 23;
1Pe 1, 19), no sólo "cumple" el rito del Antiguo Testamento, sino
que, al mismo tiempo, lo supera, al no ser él mismo un sujeto de rescate,
sino el autor mismo del rescate. El Evangelista pone de manifiesto que
"su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él"
(Lc 2, 33), y, de modo particular, de lo dicho por Simeón, en su canto
dirigido a Dios, al indicar a Jesús como la "salvación preparada por
Dios a la vista de todos los pueblos" y "luz para iluminar a los
gentiles y gloria de su pueblo Israel" y, más adelante, también
"señal de contradicción" (cf. Lc 2, 30-34). La
huida a Egipto 14.
Después de la presentación en el templo el evangelista Lucas hace notar:
"Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose
de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él" (Lc 2, 39-40). Pero,
según el texto de Mateo, antes de este regreso a Galilea, hay que situar un
acontecimiento muy importante, para el que la Providencia divina recurre
nuevamente a José. Leemos: "Después que ellos (los Magos) se retiraron,
el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate,
toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo
te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle""(Mt 2,
13). Con ocasión de la venida de los Magos de Oriente, Herodes supo del
nacimiento del "rey de los judíos" (Mt 2, 2). Y cuando partieron
los Magos él "envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la
comarca, de dos años para abajo" (Mt 2, 16). De este modo, matando a
todos, quería matar a aquel recién nacido "rey de los judíos", de
quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte.
Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, "tomó al niño y a su
madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para
que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: "De Egipto
llamé a mi hijo"" (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1). De este modo, el
camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto. Así
como Israel había tomado la vía del éxodo "en condición de
esclavitud" para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador
del misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que
realiza la Nueva Alianza. Jesús
en el templo 15.
Desde el momento de la anunciación, José, junto con María, se encontró en
cierto sentido en la intimidad del misterio escondido desde siglos en Dios, y
que se encarnó: "Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros" (Jn 1, 14). El habitó entre los hombres, y el ámbito de su
morada fue la Sagrada Familia de Nazaret, una de tantas familias de esta aldea
de Galilea, una de tantas familias de Israel. Allí Jesús "crecía y se
fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él"
(Lc 2, 40). Los Evangelios compendian en pocas palabras el largo periodo de
la vida "oculta", durante el cual Jesús se preparaba a su misión
mesiánica. Un solo episodio se sustrae a este "ocultamiento", que
es descrito en el Evangelio de Lucas: la Pascua de Jerusalén, cuando Jesús
tenía doce años. Jesús participó en esta fiesta como joven peregrino junto
con María y José. Y he aquí que "pasados los días, el niño Jesús se
quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres" (Lc 2, 43). Pasado un día se
dieron cuenta e iniciaron la búsqueda entre los parientes y conocidos:
"Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de
los maestros, escuchándoles y preguntándoles. Todos los que le oían estaban
estupefactos por su inteligencia y sus respuestas" (Lc 2, 46-47). María
le pregunta: "Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo,
angustiados, te andábamos buscando" (Lc 2, 48). La respuesta de Jesús
fue tal que "ellos no comprendieron". El les había dicho: ¿Por qué
me buscabais? ¿No sabéis que yo debía ocuparme en las cosas de mi
Padre?" (Lc 2, 49-50). Esta respuesta la oyó José, a quien María se
había referido poco antes llamándole "tu padre". Y así es lo que se
decía y pensaba: "Jesús... era, según se creía, hijo de José" (Lc
3, 23). No obstante, la respuesta de Jesús en el templo habría reafirmado en
la conciencia del "presunto padre" lo que éste había oído una noche
doce años antes: "José... no temas tomar contigo a María, tu mujer,
porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo" (Mt 1, 20). Ya desde
entonces, él sabía que era depositario del misterio de Dios, y Jesús en el
templo evocó exactamente este misterio: "Debo ocuparme en las cosas de
mi Padre". El
mantenimiento y educación de Jesús en Nazaret 16.
El crecimiento de Jesús "en sabiduría, edad y gracia" (Lc 2, 52) se
desarrolla en el ámbito de la Sagrada Familia, a la vista de José, que tenía
la alta misión de "criarle", esto es, alimentar, vestir e instruir
a Jesús en la Ley y en un oficio, como corresponde a los deberes propios del
padre. En el sacrificio eucarístico la Iglesia venera ante todo la memoria de
la gloriosa siempre Virgen María, pero también la del bienaventurado José
(29) porque "alimentó a aquel que los fieles comerían como pan de vida
eterna" (30). Por su parte, Jesús "vivía sujeto a ellos" (Lc
2, 51), correspondiendo con el respeto a las atenciones de sus "padres".
De esta manera quiso santificar los deberes de la familia y del trabajo que
desempeñaba al lado de José. III.-
EL VARON JUSTO - EL ESPOSO 17.
Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al igual que María,
permaneció fiel a la llamada de dios hasta el final. La vida de ella fue el
cumplimiento hasta sus últimas consecuencias de aquel primer "fiat"
pronunciado en el momento de la anunciación, mientras que José -como ya se ha
dicho- en el momento de su "anunciación" no pronunció palabra
alguna. Simplemente él "hizo como el ángel del Señor le había
mandado" (Mt 1, 24). Y este primer "hizo" es el comienzo del
"camino de José". A lo largo de este camino; los Evangelios no
citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una
especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la
verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el "justo"
(Mt 1, 19). Hace falta saber leer esta verdad, porque ella contiene uno de
los testimonios más importantes acerca del hombre y de su vocación. En el
transcurso de las generaciones la Iglesia lee, de modo siempre atento y
consciente, dicho testimonio, casi como si sacase del tesoro de esta figura
insigne "lo nuevo y lo viejo" (Mt 13, 52). 18.
El varón "justo" de Nazaret posee ante todo las características
propias del esposo. El Evangelista habla de María como de "una virgen
desposada con un hombre llamado José" (Lc 1, 27). Antes de que comience
a cumplirse "el misterio escondido desde siglos" (Ef 3, 9) los
Evangelios ponen ante nuestros ojos la imagen del esposo y de la esposa.
Según la costumbre del pueblo hebreo, el matrimonio se realizaba en dos
etapas: primero se celebraba el matrimonio legal (verdadero matrimonio) y,
sólo después de un cierto periodo, el esposo introducía en su casa a la
esposa. Antes de vivir con María, José era, por tanto, su "esposo";
pero María conservaba en su intimidad el deseo de entregarse a Dios de modo
exclusivo. Se podría preguntar cómo se concilia este deseo con el
"matrimonio". La respuesta viene sólo del desarrollo de los
acontecimientos salvíficos, esto es, de la especial
intervención de Dios. Desde el momento de la anunciación, María sabe que debe
llevar a cabo su deseo virginal de darse a Dios de modo exclusivo y total
precisamente por el hecho de llegar a ser la madre del Hijo de Dios. La
maternidad por obra del Espíritu Santo es la forma de donación que el mismo
Dios espera de la Virgen, "esposa prometida" de José. María
pronuncia su "fiat" El
hecho de ser ella la "esposa prometida" de José está contenido en
el designio mismo de Dios. Así lo indican los dos Evangelistas citados, pero
de modo particular Mateo. Son muy significativas las palabras dichas a José:
"No temas en tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en
ella es del Espíritu Santo" (Mt 1, 20). Estas palabras explican el
misterio de la esposa de José: María es virgen en su maternidad. En ella el
"Hijo del Altísimo" asume un cuerpo humano y viene a ser "el Hijo
del hombre". Dios, dirigiéndose a José con las palabras del ángel, se
dirige a él al ser el esposo de la Virgen de Nazaret. Lo que se ha cumplido
en ella por obra del Espíritu Santo expresa al mismo tiempo una especial
confirmación del vínculo esponsal, existente ya antes entre José y María. El
mensajero dice claramente a José: "No temas tomar contigo a María tu
mujer". Por tanto, lo que había tenido lugar antes -esto es, sus
desposorios con María- había sucedido por voluntad de Dios y,
consiguientemente, había que conservarlo. En su maternidad divina María ha de
continuar, viviendo como "una virgen, esposa de un esposo" (cf. Lc
1, 27). 19.
En las palabras de la "anunciación" nocturna, José escucha no sólo
la verdad divina acerca de la inefable vocación de su esposa, sino que
también vuelve a escuchar la verdad sobre su propia vocación. Este hombre
"justo", que en el espíritu de las más nobles tradiciones del
pueblo elegido amaba a la virgen de Nazaret y se había unido a ella con amor
esponsal, es llamado nuevamente por Dios a este amor. "José hizo como el
ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer" (Mt 1, 24);
lo que en ella había sido engendrado "es del Espíritu Santo". A la
vista de estas expresiones, ¿no habrá que concluir que también su amor como
hombre ha sido regenerado por el Espíritu Santo? ¿No habrá que pensar que el
amor de Dios, que ha sido derramado en el corazón humano por medio del
Espíritu Santo (cf. Rom 5, 5) configura de modo perfecto el amor humano? Este
amor de Dios forma también -y de modo muy singular- el amor esponsal de los
cónyuges, profundizando en él todo lo que tiene de humanamente digno y bello,
lo que lleva el signo del abandono exclusivo, de la alianza de las personas y
de la comunión auténtica a ejemplo del Misterio trinitario. "José...
tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que ella dio a luz un
hijo" (Mt 1, 24-25). Estas palabras indican también otra proximidad
esponsal. La profundidad de esta proximidad, es decir, la intensidad
espiritual de la unión y del contacto entre personas -entre el hombre y la
mujer- proviene en definitiva del Espíritu Santo, que da la vida (cf. Jn 6,
63). José, obediente al Espíritu, encontró justamente en El la fuente del
amor, de su amor esponsal de hombre, y este amor fue más grande que el que aquel
"varón justo" podía esperarse según la medida del propio corazón
humano. 20.
En la liturgia se celebra a María como "unida a José, el hombre justo,
por un estrechísimo y virginal vínculo de amor" (31). Se trata, en
efecto, de dos amores que representan conjuntamente el misterio de la
Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José
su propio símbolo. "La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no
sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la
confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el
único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo" (32), que es
comunión de amor entre Dios y los hombres. Mediante
el sacrificio total de sí mismo José expresa su generoso amor hacia la Madre
de Dios, haciéndole "don esponsal de sí". Aunque decidido a
retirarse para no obstaculizar el plan de Dios que se estaba realizando en
ella, él, por expresa orden del ángel, la retiene consigo y respeta su
pertenencia exclusiva a Dios. Por otra parte, es precisamente del matrimonio
con María del que derivan para José su singular dignidad y sus derechos sobre
Jesús. "Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que
nada puede existir más sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José
se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad,
por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se
acercó más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y
amistad -al que de por sí va unida la comunión de bienes- se sigue que, si
Dios ha dado a José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como
compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino
también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa
grandeza de ella" (33). 21.
Este vínculo de caridad constituyó la vida de la Sagrada Familia, primero en
la pobreza de Belén, luego en el exilio en Egipto y, sucesivamente, en
Nazaret. La Iglesia rodea de profunda veneración a esta Familia,
proponiéndola como modelo para todas las familias. La Familia de Nazaret,
inserta directamente en el misterio de la encarnación, constituye un misterio
especial. Y -al igual que en la encarnación- a este misterio pertenece
también una verdadera paternidad: la forma humana de la familia del Hijo de
Dios, verdadera familia humana formada por el misterio divino. En esta
familia José es el padre: no es la suya una paternidad derivada de la
generación; y, sin embargo, no es "aparente" o solamente "sustitutiva",
sino que posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la
misión paterna en la familia. En ello está contenida una consecuencia de la
unión hipostática: la humanidad asumida en la unidad de la Persona divina del
Verbo-Hijo, Jesucristo. Junto con la asunción de la humanidad, en Cristo está
también "asumido" todo lo que es humano, en particular, la familia,
como primera dimensión de su existencia en la tierra. En este contexto está
también "asumida" la paternidad humana de José. En base a este
principio adquieren su justo significado las palabras de María a Jesús en el
templo: "Tu padre y yo... te buscábamos". Esta no es una frase
convencional; las palabras de la Madre de Jesús indican toda la realidad de
la encarnación, que pertenece al misterio de la Familia de Nazaret. José, que
desde el principio aceptó mediante la "obediencia de la fe" su
paternidad humana respecto a Jesús, siguiendo la luz del Espíritu Santo, que
mediante la fe se da al hombre, descubría ciertamente cada vez más el don
inefable de su paternidad. IV.-
EL TRABAJO EXPRESION DEL AMOR 22.
Expresión cotidiana de este amor en la vida de la Familia de Nazaret es el
trabajo. El texto evangélico precisa el tipo de trabajo con el que José
trataba de asegurar el mantenimiento de la Familia: el de carpintero. Esta
simple palabra abarca toda la vida de José. Para Jesús éstos son los años de
la vida escondida, de la que habla el evangelista tras el episodio ocurrido
en el templo: "Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a
ellos" (Lc 2, 51). Esta "sumisión", es decir, la obediencia de
Jesús en la casa de Nazaret, es entendida también como participación en el
trabajo de José. El que era llamado el "hijo del carpintero" había
aprendido el trabajo de su "padre" putativo. Si la Familia de
Nazaret en el orden de la salvación y de la santidad es ejemplo y modelo para
las familias humanas, lo es también análogamente el trabajo de Jesús al lado
de José, el carpintero. En nuestra época la Iglesia ha puesto también esto de
relieve con la fiesta litúrgica de San José Obrero, el 1 de mayo. El trabajo
humano y, en particular, el trabajo manual tienen en el Evangelio un
significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha
formado parte del misterio de la encarnación, y también ha sido redimido de
modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su
profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la
redención. 23.
En el crecimiento humano de Jesús "en sabiduría, edad y gracia"
representó una parte notable la virtud de la laboriosidad, al ser "el
trabajo un bien del hombre" que "transforma la naturaleza" y
que hace al hombre "en cierto sentido más hombre" (34). La
importancia del trabajo en la vida del hombre requiere que se conozcan y
asimilen aquellos contenidos "que ayuden a todos los hombres a acercarse
a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo y a profundizar
en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva
participación en su triple misión de sacerdote, profeta y rey" (35). 24.
Se trata, en definitiva, de la santificación de la vida cotidiana, que cada
uno debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada según un
modelo accesible a todos: "San José es el modelo de los humildes, que el
cristianismo eleva a grandes destinos; san José es la prueba de que para ser
buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan "grandes
cosas", sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas,
sencillas, pero verdaderas y auténticas" (36). V
EL PRIMADO DE LA VIDA INTERIOR 25.
También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está envuelto por el
mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de
José. Pero es un silencio que descubre de modo especial el perfil interior de
esta figura. Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José
"hizo"; sin embargo permiten descubrir en sus "acciones"
-ocultas por el silencio- un clima de profunda contemplación. José estaba en
contacto cotidiano con el misterio "escondido desde siglos", que
"puso su morada" bajo el techo de su casa. Esto explica, por
ejemplo, por qué Santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del Carmelo
contemplativo, se hizo promotora de la renovación del culto a san José en la
cristiandad occidental. 26.
El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de
la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón adecuada "en
su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos
singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza -propia de las
almas sencillas y limpias- para las grandes decisiones, como la de poner
enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación
humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia,
su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable,
al natural amor conyugal que la constituye y alimenta" (37). Esta
sumisión a Dios, que es disponibilidad de ánimo para dedicarse a las cosas
que se refieren a su servicio, no es otra cosa que el ejercicio de la
devoción, la cual constituye una de las expresiones de la virtud de la
religión (38). 27.
La comunión de vida entre José y Jesús nos lleva todavía a considerar el
misterio de la encarnación precisamente bajo el aspecto de la humanidad de
Cristo, instrumento eficaz de la divinidad en orden a la santificación de los
hombres: "En virtud de la divinidad, las acciones humanas de Cristo
fueron salvíficas para nosotros, produciendo en
nosotros la gracia tanto por razón del mérito, como por una cierta
eficacia" (39). Entre estas acciones los Evangelistas resaltan las
relativas al misterio pascual, pero tampoco olvidan subrayar la importancia
del contacto físico con Jesús en orden a la curación (cf., p.e., Mc 1, 41) y el influjo
ejercido por él sobre Juan Bautista, cuando ambos estaban aún en el seno
materno (cf. Lc 1, 41-44). El
testimonio apostólico no ha olvidado -como hemos visto- la narración del
nacimiento de Jesús, la circuncisión, la presentación en el templo, la huida
a Egipto y la vida oculta en Nazaret, por el "misterio" de gracia
contenido en tales "gestos", todos ellos salvíficos,
al ser partícipes de la misma fuente de amor: la divinidad de Cristo. Si este
amor se irradiaba a todos los hombres, a través de la humanidad de Cristo,
los beneficiados en primer lugar eran ciertamente: María, su madre, y su
padre putativo, José, a quienes la voluntad divina había colocado en su
estrecha intimidad (40). Puesto que el amor "paterno" de José no
podía dejar de influir en el amor "filial" de Jesús y, viceversa,
el amor "filial" de Jesús no podía dejar de influir en el amor
"paterno" de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta
relación singularísima? Las almas más sensibles a los impulsos del amor
divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior. Además, la
aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentra en él una
superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección de la caridad.
Según la conocida distinción entre el amor de la verdad (caritas veritatis) y la exigencia del amor (necessitas
caritatis) (41), podemos decir que José ha
experimentado tanto el amor a la verdad, esto es, el puro amor de
contemplación de la Verdad divina que irradiaba de la humanidad de Cristo,
como la exigencia del amor, esto es, el amor igualmente puro del servicio,
requerido por la tutela y por el desarrollo de aquella misma humanidad. VI
PATRONO DE LA IGLESIA DE NUESTRO TIEMPO 28.
En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla bajo la
especial protección del santo patriarca José, lo declaró "Patrono de la
Iglesia Católica" (42). El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto
peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su
siervo fiel, "la Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo
siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él
recurrió sin cesar en las angustias" (43). ¿Cuáles son los motivos para
tal confianza? León XIII los expone así: "Las razones por las que el
bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y
por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio,
nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre
putativo de Jesús (...). José, en su momento, fue el custodio legítimo y
natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...). Es, por tanto,
conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces
solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja
ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo" (44). 29.
Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo
como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como
aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de
reevangelización en aquellos "países y naciones, en los que -como he
escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles
laici- la religión y la vida cristiana fueron
florecientes y" que "están ahora sometidos a dura prueba"
(45). Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí
donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial "poder
desde lo alto" (cf. Lc 24, 49; Hech 1, 8), don ciertamente del Espíritu
del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos. 30.
Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el
ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de vida
particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que
sean las condiciones y las funciones de cada fiel. Como se dice en la
Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación,
la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de "religiosa escucha
de la Palabra de Dios" (46), esto es, de disponibilidad absoluta para
servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al
inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia -después
del de María- precisamente en José, el cual se distingue por la fiel
ejecución de los mandatos de Dios. Pablo VI invitaba a invocar este
patrocinio "como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer; ante
todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la
acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en
la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda,
la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está
dispensada de una humilde, pero condicional y ennoblecedora colaboración.
Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y actualísimo
deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas,
como resplandecen en san José" (47). 31.
La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando que Dios ha
confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel
custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra
de la salvación, que le dé un corazón puro, como san José, que se entregó por
entero a servir al Verbo Encarnado, y que "por el ejemplo y la
intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre
consagrados en justicia y santidad" (48). Hace ya cien años el Papa León
XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san
José, patrono de toda la Iglesia. La Carta Encíclica Quamquam pluries se
refería a aquel "amor paterno" que José "profesaba al niño Jesús";
a él, "próvido custodio de la Sagrada Familia" recomendaba la
"heredad que Jesucristo conquistó con su sangre". Desde entonces,
la Iglesia -como he recordado al comienzo- implora la protección de san José
en virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen
María", y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que
amenazan a la familia humana. Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con
las mismas palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre
amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el
cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas...; y como en otro
tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora
defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda
adversidad" (49). Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar a
todos los hombres a san José. 32.
Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de san José renueve
también en nosotros la intensidad de la oración que hace un siglo mi
Predecesor recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José
adquieren una renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo, en
relación con el nuevo Milenio cristiano. El Concilio Vaticano II ha
sensibilizado de nuevo a todos hacia "las grandes cosas de Dios",
hacia la "economía de la salvación" de la que José fue ministro
particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios
mismo "confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes"
(50) aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la "economía de la
salvación". Que san José sea para todos un maestro singular en el servir
a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a
cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus
manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida
contemplativa, así como a las llamadas al apostolado. El varón justo, que
llevaba consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha sido también
introducido en el "comienzo" de la nueva y eterna Alianza en
Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta Alianza salvífica, ya a las
puertas del próximo Milenio, durante el cual debe perdurar y desarrollarse
ulteriormente la "plenitud de los tiempos", que es propia del misterio
inefable de la encarnación del Verbo. Que san José obtenga para la Iglesia y
para el mundo, así como para cada uno de nosotros, la bendición del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo. Dado
en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de
la Virgen María, del año 1989, undécimo de mi Pontificado. Joannes
Paulus PP II -------------------------------------------------------------------------------- 1.
Cf. S. Ireneo, Adversus haereses,
IV, 23, 1: S. Ch 100/2, pp. 692-294. 2.
León XIII, Carta Encícl. Quamquam
pluries (15 de agosto de 1889: Leonis
XIII P. M. Acta, IX (1890), pp. 175-182. 3. Sacr. Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): Pii IX P.M. Acta, pars I, vol. V, p. 282; Pio IX, Carta Apóstol. Inclytum Patriarcham (7 de
julio de 1871): l.c., pp. 331-335. 4.
Cf. S. Juan Crisóstomo, In Math. 5, 4: PG 57, 57
s.; Doctores de la Iglesia y Sumos Pontífices, en base tam-
bién a la identidad del nombre, han visto en José
de Egipto la figura de José de Nazaret, por haber simbolizado, en cierto
modo, la labor y la grandeza de custodio de los más preciosos tesoros de Dios
Padre, del Verbo Encarnado y de su Santísima Madre; cf., por ejemplo, S.
Bernardo, Super "Missus
est", Hom. II, 16: S. Bernardi
Opera, Ed. Cist., IV, 33 s.; León XIII, Carta Encicl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c.,
p. 179. 5.
Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 58. 6.
Cf. Ibid., 63. 7.
Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina Revelación, 5. 8. Ibid., 2. 9. Cf. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la
Iglesia, 63. 10. 10. Conc. Ecum.
Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina
Revelación, 2. 11.
S. Congr. de los Ritos, Decr. Novis hisce
temporibus (13 de noviembre de 1962): AAS 54
(1962), p. 873. 12.
S. Agustín, Sermo 51, 10, 16: PL 38, 342. 13.
S. Agustín, De nuptiis et concupiscentia,
I. 11, 12: PL 44, 421; cf. De consensu evangelistarum, II, 1, 2: PL 34, 1071; Contra Faustum, III, 2: PL 42, 214. 14.
S. Agustín, De nuptiis et concupiscentia,
I, 11, 43: PL 44, 421; cf. Contra Iulianum, V. 12,
46: PL 44, 810. 15.
S. Agustín, Contra Faustum, XXIII, 8; PL 42, 470
s.; De consensu evangelistarum,
II, I, 3: PL 34, 1072; Sermo 51, 13, 21: PL 38, 344
S.; S. Tomás, Summa Theol., III, q. 16.
Cf. Alocuciones del 9 de enero; 16 de enero; 20 de febrero de 1980: Insegnamenti, III/I (1980), pp. 88-92; 148-152; 428-431. 17.
Pablo VI, Alocución al Movimiento "Equipes Notre-Dame (4 de mayo de
1970), n. 7: AAS 62 (1970), p. 431. Análoga exaltación de la Familia de
Nazaret como modelo absoluto de la comunidad familiar se halla, por ejemplo,
en León XIII, Carta Apost. Neminem
fugit (14 de junio de 1892): Leonis
XIII P.M. Acta, XII (1892), pp. 149 s.; Benedicto XV, Motu Proprio Bonum sane (25 de julio de 1920): AAS 12 (1920),
pp. 313-317. 18.
Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de
noviembre de 1981), 17: AAS 74 (1982), p. 100. 19. Ibid., 49: l.c., p. 140; cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium
sobre la Iglesia, 11; Decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los Seglares, 11. 20.
Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de
noviembre de 1981), 85: l.c., pp. 189 s. 21. S. Juan Crisóstomo,
In Matth. Hom.
V, 3: PG 57, 57-58. 22.
Pablo VI, Alocución (19 de marzo de 1966): Insegnamenti,
IV (1966), p. 110. 23. Cf. Missale
Romanum, Collecta: in
"Sollemnitate S. Ioseph
Sponsi B.M.V.". 24. Cf. Ibid., Praefatio
in "Sollemnitate S. Ioseph
Sponsi B.M.V.". 25.
Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c.,
p. 178. 26.
Pio XII, Radiomensaje a los alumnos de las escuelas católicas de los Estados
Unidos de América (19 de febrero de 1958): AAS 50 (1958), p. 174. 27. Orígenes,
Hom. XIII in Lucam, 7: 28. Orígenes,
Hom. X in Lucam, 6: 29. Cf. Missale
Romanum, Prex Eucharistica I. 30.
Sacr. Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c., p. 282. 31.
Collectio Missarum de
Beata Maria Virgini, I, "Sancta Maria de
Nazaret", Praefatio. 32.
Exhort. Apost. Familiaris consortio, (22 de
noviembre de 1981), 16: l.c., p., 98. 33.
León XIII, Carta Encícl. Quamquam
pluries (15 de agosto de 1889): l.c.,
pp. 177 s. 34.
Cf. Carta Encicl. Laborem
exercens (14 de setiembre de 1981), 9: AAS 73
(1981), pp. 599 s. 35.
Ibid., 24: l.c., p. 638.
Los Sumos Pontífices en tiempos recientes han presentado constantemente a san
José como "modelo" de los obreros y de los trabajadores; cf., por
ejemplo, León XIII, Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto
de 1889): l.c., p. 180; Benedicto XV, Motu Proprio Bonum sane (25 de julio de 1920): l.c., pp. 314-316; Pio XII Alocución (11 de marzo de
1945), 4: AAS 37 (1945) p. 72; Alocución (1o. de mayo de 1955): AAS 47
(1955), 406; Juan XXIII, Radiomensaje (1o. de mayo de 1960): AAS 52 (1960),
p. 398. 36.
Pablo VI, Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti,
VII (1969), p. 1268. 37. Ibid.: l.c., p. 1267. 38. Cf. S. Tomás,
Summa Theol., II-IIae, q. 39. Ibid., III, q. 40.
Pio XII, Carta Encícl. Haurietis
aquas (15 de mayo de 1956), III: AAS 48 (1956), pp.
329 s. 41. Cf. S. Tomás,
Summa Theol., II-IIae, q. 42. Cf. Sacr.
Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c.,
p. 283. 43.
Ibid., l.c., pp. 282 s. 44.
León XIII, Carta Encicl. Quamquam
pluries (15 de agosto de 1889): l.c.,
pp. 177-179. 45.
Exhort. Apost.
Post-Sinodal Christifideles laici
(30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), p. 456. 46.
Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 1. 47.
Pablo VI, Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti,
VII (1969), p. 1269. 48.
Cf. Missale Romanum, Collecta; Super oblata en
"Sollemnitate S. Ioseph
Sponsi B.M.V.";
Post. commn. en "Missa votiva S. Ioseph". 49.
Cf. León XIII, "Oratio ad Sanctum
Iosephum", que aparece inmediatamente después
del texto de la Carta Encícl. Quamquam
pluries (15 de agosto de 1889): Leonis
XIII P.M. Acta, IX (1890), p. 183. 50.
Sacr. Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c., p. 282 |
|