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EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d. |
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I. EL HOMBRE
EN BUSCA DE SENTIDO. 1.
UN SER INSATISFECHO Y CREATIVO. 2.
UN SER CON CAPACIDAD DE CREAR ARTE. 3.
UN SER CON MUCHOS INTERROGANTES. II. LECTURA
CRISTIANA DEL HOMBRE. 1.
EL ORIGEN DEL HOMBRE (TRATADO DE CREACIÓN). 2.
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE (TRATADO DE GRACIA, VIRTUDES TEOLOGALES Y PECADO). 3.
EL DESTINO FINAL DEL HOMBRE (TRATADO DE ESCATOLOGÍA). I. EL HOMBRE EN
BUSCA DE SENTIDO. En los últimos años, los avances técnicos y científicos
han crecido en progresión geométrica, especialmente en el campo de la
informática. Aparatos cada día más pequeños, más capaces y más sofisticados
abren nuevos caminos en el mundo de las telecomunicaciones, de la medicina,
de la educación, de la industria... haciendo la vida más fácil y agradable a
un segmento mayoritario de la población. Al mismo tiempo, y casi en la misma
medida, se han multiplicado la violencia y la inseguridad ciudadana. El 3 de
octubre de 2002, la Organización Mundial de la Salud publicó su primer
informe sobre la violencia en el mundo. El estudio, dirigido por Etienne Krug, desgrana los
crueles castigos que los humanos somos capaces de realizar contra nuestros
semejantes: crímenes, guerras, violencia sexual, abusos a menores... Un par
de datos son suficientes para tomar conciencia de la gravedad del argumento:
En el año 2000, la violencia acabó con la vida de 1,6 millones de personas.
Cada día son asesinadas una media de 1.424 personas en el mundo, casi una por
minuto. De todas formas, lo más preocupante del informe es la
constatación de que el suicidio es la primera causa de muerte violenta en el
mundo, con más de 815.000 casos al año, uno cada 40 segundos. En muchos
países, el suicidio se ha convertido en la primera causa absoluta de muerte
entre los jóvenes, muy por encima de los accidentes de tráfico y de las
sobredosis de drogas. Y eso que sólo consiguen su objetivo un 15% de los que
lo intentan, quedando muchos de los supervivientes dañados para el resto de
sus vidas. ¿Qué puede llevar a un número creciente de jóvenes, normalmente
con una buena posición social, cultural y económica, a quitarse la vida? Más
adelante retornaremos sobre el argumento. Ahora me basta la indicación de
estos datos para plantear el tema que vamos a desarrollar: La pregunta por la
identidad del hombre, un ser capaz de las mayores grandezas y de las peores
vilezas. «¿Por qué, una vez más, dirigir
nuestra atención hacia el Hombre? ¿No está ya suficientemente estudiado el
Hombre, y no es suficientemente enojoso hacerlo? ¿Y no es precisamente uno de
los atractivos de la Ciencia el de desviar y hacer descansar nuestra mirada
sobre un objeto que, por fin, no sea nosotros mismo?». Desde que existe el hombre, se
ofrece como espectáculo a sí mismo, se distancia de sí mismo para autocontemplarse. Podría parecer un ejercicio de narcisismo,
pero es una necesidad de su propia naturaleza pensante. La primera realidad y
el primer problema con que me tropiezo en el mundo es
conmigo mismo y con otros hombres, con los que me relaciono. «El Hombre,
gústele o no, quiéralo o no, es constitutivamente y sin remedio descifrador
de enigmas... Este comenzar a brotar dentro de nosotros la fruición por lo
enigmático, por mirar frente a frente el enorme misterio es... prenda
inconfundible de juventud... En esta fecha de la historia nos toca tentar la
solución del colosal jeroglífico partiendo del hombre». Al estudiar lo
que es el hombre podemos subrayar sus logros: capacidad para producir
belleza, desarrollar tecnología... o también sus errores: explotación de los
débiles, destrucción del Medio Ambiente... Acerquémonos en la primera parte
de este estudio con pasión –aunque sin prejuicios- a sus características más
significativas, intentando esbozar una propuesta de interpretación cristiana
en la segunda. 1. UN SER
INSATISFECHO Y CREATIVO. Cuenta Ovidio en las Metamorfosis
que Dédalo y su hijo Ícaro consiguieron huir del laberinto de Minos
valiéndose de unas alas artificiales, fabricadas con plumas pegadas con cera
a un armazón de madera. El gozo que sintió Ícaro al elevarse sobre el suelo
le hizo imprudente, por lo que se acercó demasiado al sol, se fundió la cera
y cayó al mar, donde se ahogó. Su padre, por el contrario, consiguió llegar a
Cumas y, desde allí, a Sicilia.
La historia de la humanidad en general y de cada ser humano en particular es
un continuo esfuerzo por superarse, en el que se alternan éxitos y fracasos;
sin que los primeros sacien definitivamente su inquietud ni los segundos lo
desanimen del todo. Los demás animales se conforman con las capacidades que
les ofrece la naturaleza. ¿Por qué el hombre desea volar? Una de sus
características más fácilmente verificable es su radical insatisfacción: «No
se sacia el ojo de ver ni el oído de oír» (Qo
1, 8). Una serpiente se siente satisfecha después de engullir la presa y se
adormece hasta que el hambre vuelve a despertarla. Igualmente, una oveja con
el estómago lleno sestea sin preocuparse de nada más. Sin embargo, un ser
humano con las necesidades vitales (alimento, seguridad, vestido) cubiertas,
se dedica a filosofar o se crea nuevas necesidades, por lo que nunca se
siente totalmente sacio. Como dice una vieja canción: «todos queremos más,
y más, y más, y mucho más». Cuando tenemos un vestido, queremos un armario para
guardarlo. Si poseemos el armario, deseamos una casa para el armario. Cuando
ya tenemos la casa, queremos un vehículo para desplazarnos, y un apartamento
en la playa y, si es posible, un chalet en la montaña. El problema es que,
los que poseen estas cosas tampoco se sienten satisfechos y siguen buscando
algo más: «Me construí casas, planté viñas, me hice huertos y jardines, y
planté en ellos toda clase de árboles. Compré siervos y siervas y nacieron
nuevos siervos en mi casa... Acumulé plata y oro... me procuré cantores y
cantoras, y cuantas mujeres un hombre puede desear... Después reflexioné
sobre las obras de mis manos, consideré lo que me había costado hacerlas, y
concluí que todo es vanidad y caza de viento» (Qo
1, 4ss). A lo largo de los siglos, algunos hombres han buscado la
satisfacción de todos los deseos que producen placer. Otros, por el
contrario, recomiendan despojarse de los mismos deseos y negar los apetitos.
Las propuestas de vida para encontrar la felicidad han sido tan variadas en
los distintos tiempos y culturas, que es imposible conocerlas todas. La
capacidad de inventar siempre nuevas propuestas, el no conformarse con lo
recibido, es otra característica del ser humano. Los animales actúan siguiendo las normas férreas que les
impone su instinto. Todas las golondrinas de todos los países y de todos los tiempos
hacen sus nidos con las mismas técnicas, todos los leones utilizan el mismo
sistema de caza y todos los canarios cantan de manera parecida. Los instintos
les permiten alimentarse, reproducirse, defenderse de los enemigos,
transformar elementalmente la naturaleza en su propio servicio (haciendo
nidos, madrigueras, diques, etc.). Sin embargo, los hombres hacen gala de una
creatividad aparentemente inagotable. No construyen sus casas de igual manera
en Italia que en Filipinas. E incluso un italiano no habita hoy en el mismo
tipo de edificios que hace algunos siglos. Lo mismo podemos decir en lo
referente al vestido, a la alimentación y al resto de las actividades
humanas. Además, añaden adornos innecesarios a sus ropas (colores, joyas,
accesorios...), así como a sus casas (cuadros, adornos, recuerdos...). No
sólo cubren sus necesidades primarias (casa, vestido, alimento), sino que lo
hacen de manera caprichosa, pudiendo llegar a convertir en arte las
ocupaciones destinadas a satisfacer sus necesidades vitales (arquitectura,
alta confección, gastronomía). Además de esto, los seres humanos realizan
numerosas actividades no relacionadas directamente con la socialización entre
los miembros del grupo o la lucha por la supervivencia y, aparentemente,
inútiles o improductivas. Por ejemplo, el deporte, la poesía y las bellas
artes. También dedican mucho tiempo y esfuerzo a aprender cosas que no les
servirán para nada práctico en sus vidas (leen historias imaginarias que
jamás han sucedido, estudian las costumbres de países que no visitarán, se
interesan por obras de arte que nunca podrán adquirir, etc.). Capítulo aparte
merecería la invención de situaciones siempre nuevas por medio del juego y de
la literatura: «El hombre tiene una extraña avidez de imágenes. De ahí
sale la literatura en sus mil formas: novelas, poemas, cuentos, dramas,
comedias... Historias; imágenes; vida fingida. ¿Por qué todo esto? ¿Por qué
el hombre, que tiene ya tanto que hacer con las cosas, se complica la vida
llenándola de imágenes, es decir, duplicándola? Este es el problema». 2. UN SER CON
CAPACIDAD DE CREAR ARTE. La cultura ha sido definida muchas
veces como superación de la naturaleza y sumisión de ésta al orden simbólico.
Existe desde que los primeros hombres domesticaron el fuego y sometieron los
alimentos a la cocción. Lo asado está más cerca de la naturaleza (no hay
mediaciones entre el fuego y el alimento), mientras que lo cocido es
claramente cultura (exige, como mínimo, el uso de recipientes y de agua). De
hecho, la cocción se desarrolló al mismo tiempo que el sedentarismo, la
agricultura y la técnica, en un proceso de creciente complejidad, en el que
el uso de instrumentos, la experimentación con los tiempos de cocción, la
mezcla de hierbas y plantas... caminaron juntas. No es fácil explicar el
origen de la cerámica, del barro modelado y cocido, pero nos encontramos con
la dificultad añadida de que los pucheros y las ollas llevan, desde el
principio, adornos innecesarios: incisiones y pinturas. La técnica y el arte
surgieron y se desarrollaron juntos. En los yacimientos arqueológicos son tan
numerosos los objetos «innecesarios» (collares de conchas y huesos,
amuletos...) como los «utilitarios» (flechas, cuencos, cuchillos...). Posiblemente, lo más característico de la especie humana
sea la capacidad de crear arte, de transformar lo necesario en superfluo.
Desde antiguo, a un obrero que construye una mesa resistente y sólida, se le
llama artesano. Pero si la mesa, además, es elegante y bien proporcionada, se
le llama artista. La obra de arte se convierte en valiosa en sí misma, por su
capacidad de transmitir sensaciones, independientemente de su funcionalidad
original. No pedimos a las mesas taraceadas con mármoles de colores que se
conservan en el palacio Pitti de Florencia que,
aparte de producir gozo estético, sirvan para algo más. Las verdaderas
manifestaciones del arte no necesitan tener una finalidad, ni aún necesitan
ser totalmente comprendidas; basta con que susciten sentimientos, tal como
nos recuerda uno de los grandes artistas del pasado siglo XX: «Todo el
mundo quiere entender el arte. ¿Por qué no prueban a entender el canto de los
pájaros? ¿Por qué amamos la noche, las flores, todo lo que nos rodea sin
probar a entenderlo? Pero en el caso de un pintor, la gente quiere entender...
La gente que intenta explicar pinturas no hace generalmente sino pedir peras
al olmo». Podemos decir que lo más gratuito e innecesario es lo más
propiamente humano: la música, la literatura, la escultura, el cine...
Hablando con propiedad, ¿para qué sirve la poesía?, ¿qué necesidad tenemos de
colgar cuadros en las paredes?, ¿acaso los manteles de la mesa dan más sabor
a los alimentos?, ¿qué añaden los anillos o collares a nuestros cuerpos?,
¿por qué gastar esfuerzos y recursos en plantar y cuidar jardines?
Detengámonos por unos momentos en la última pregunta, aparentemente tan
simple. Podemos comprender los esfuerzos del ser humano por transformar la
tierra, haciéndola productiva, arando los suelos, cavando pozos para el
riego, cultivando frutas y verduras para su alimentación. Pero no dejan de
sorprendernos sus ingentes esfuerzos por plantar flores y matorrales
decorativos, por dar forma a los setos, por llenar de fuentes y estatuas unos
espacios que sólo sirven para pasear. El jardín es la naturaleza humanizada,
dominada por un ser que se distancia de su origen animal. ¿Y qué decir de la
transformación que el ser humano realiza de su propio cuerpo? Este cuerpo
sometido a las leyes de la física, la química y la biología, que no lo
creamos nosotros, tampoco lo conservamos en estado puramente natural: «lo
dejamos o no engordar, lo limpiamos o no, lo peinamos tal vez, lo cubrimos
con vestidos, y con cierto tipo de vestidos, lo movemos de cierta manera y le
damos una expresión determinada. El hombre actual se corta y afeita
tenazmente la barba, que se obstina en crecer un día tras otro... Las mujeres
tienen hoy un margen muy superior de construcción e invención de su figura y
su rostro. Sobre todo, se pintan». Las máscaras, los maquillajes, las
barbas y bigotes cortados de una o de otra manera, los uniformes, las
insignias, la elección de un tipo de vestidos... se convierten en formas de
expresión, que transmiten determinados mensajes y nos dicen que la vida
humana trasciende la naturaleza. Todas las cosas de que hablábamos más arriba no son
estrictamente necesarias para sobrevivir, pero sin ellas nuestra vida sería
menos humana. Aparentemente podríamos vivir sin el arte, pero la realidad es
que el arte es inevitable. Hay una dimensión que diferencia a los seres
humanos de los animales, dotándoles de una sensibilidad hacia valores
superiores, que dan calidad, consistencia y sentido a la propia existencia.
En una sociedad dominada por el materialismo, donde se trabaja para poseer
cosas, es bueno recordar aquellas actividades «improductivas» que hacen la
vida más agradable, más humana: disfrutar de los sabores de una buena comida,
escuchar un concierto, contemplar un cuadro, oler un perfume, leer un libro,
mirar una película en el cine... Estas actividades son las que ofrecen a
nuestra existencia un significado verdaderamente humano, dando sentido a lo
que somos y hacemos, procurándonos esa extraña sensación de bienestar que
llamamos felicidad (y que se encuentra por encima de la salud o de tener
cubiertas las propias necesidades). 3.
UN SER CON MUCHOS INTERROGANTES. Los seres humanos nos
preguntamos por el sentido de nuestra existencia, sobre nuestro origen y
nuestro destino. Por eso Kant resumía el quehacer
filosófico en la búsqueda de respuestas al triple interrogante: «¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe
esperar?». Incluso llega a afirmar que la Filosofía habría cubierto todos
sus objetivos si lograse responder a la pregunta «¿Qué
es el hombre?». De una forma o de otra, todos los hombres nos planteamos
estas cuestiones alguna vez. La manera de contestar y las mismas respuestas
han sido muy variadas a lo largo de los siglos. Los Mitos y las Religiones lo
han intentado por medio de narraciones etiológicas o relatos de orígenes. La
Filosofía ha hecho uso de la reflexión analítica. La Ciencia ha preferido los
métodos experimentales. Estos interrogantes surgen de la misma estructura
reflexiva del hombre, que necesita conocer para poder decidir y actuar. Lo
vemos en los niños, que de una manera espontánea se preguntan por el nombre,
la función y el sentido de las cosas: ¿Qué es esto?, ¿Para qué sirve?, ¿Cómo
funciona?, ¿Por qué? El hombre es un ser inteligente y no puede renunciar a
comprenderse a sí mismo, no puede ahogar el deseo de saber el por qué y el para
qué de su existencia, necesita buscar una respuesta a la cuestión última de
su propia vida. Todos los libros de Viktor Frankl, el fundador de la logoterapia,
desarrollan detenidamente este argumento, especialmente su obra más famosa,
que nos ha ofrecido el título para la presente reflexión: «El hombre en
busca de sentido». En sus numerosos escritos demuestra que esta búsqueda
es el motor último de nuestras acciones: « Hoy más que nunca la
desesperación por la aparente falta de sentido de la vida se ha convertido en
un problema clave y urgente a escala mundial. Nuestra sociedad industrial
tiende a satisfacer todas y cada una de las necesidades y nuestra sociedad de
consumo aún crea algunas nuevas necesidades para satisfacerlas. La más
importante necesidad, sin embargo (es) la necesidad básica de sentido».
Efectivamente, sólo una persona que ha encontrado el «sentido» de su vida
puede ser feliz y está capacitada para el gozo y el sufrimiento, puede asumir
los éxitos y los fracasos, e incluso está preparada para dar su vida, si
fuera necesario. Sabemos que nos construimos a nosotros mismos con nuestras
propias decisiones (lo que estudiamos, las compañías que frecuentamos, el
aceptar o rechazar un trabajo concreto, comprar un piso en una determinada
ciudad, etc.) y queremos tomar las adecuadas. Aristóteles titula el capítulo
segundo de su Ética a Nicómaco: «El fin
supremo del hombre es la felicidad». Al desarrollarlo, nos dice: «En lo
que se dividen las opiniones es sobre la esencia de la felicidad y la manera
de conseguirla». El discurso sobre el hombre no se puede separar de su
búsqueda de felicidad y de sentido. Nunca se habían escrito tantos libros sobre el hombre y
nunca habían sido tan variadas y divergentes las interpretaciones. A
principios del siglo XXI siguen siendo actuales las palabras que Max Scheler escribió hace casi
una centuria: «En la historia de más de diez mil años somos nosotros la
primera época en que el hombre se ha convertido para sí mismo radical y
universalmente en un ser "problemático": el hombre ya no sabe lo
que es y se da cuenta de que no lo sabe». Y eso a pesar de que en ningún
momento anterior de la historia se había dado una multiplicidad de ciencias
especiales que se ocupan del hombre como en nuestros días. Incluso tenemos
una tan específica, que la llamamos Antropología. La Antropología –cualquier Antropología- debe hacer uso de
todas las reflexiones y datos que las otras disciplinas puedan presentarle
sobre el ser humano, pero debe reivindicar necesariamente la no reductibilidad del hombre a los distintos elementos que
las ciencias humanas presentan sobre él. En este sentido, a la hora de
reflexionar sobre el fenómeno humano, tan importantes son los datos que nos
pueda aportar un psicólogo como los que nos ofrece un poeta. Nuestra razón
ilumina lo que somos, pero no nos da una respuesta definitiva. Somos un
misterio para nosotros mismos. Si el hombre es para sí mismo un misterio, la
interpretación del sentido de su existencia no es sólo decisión de la razón,
sino opción de su libertad. Ha de hacer una opción bien pensada, con
motivaciones racionales, pero debe arriesgarse, consciente de no entender
todo, porque la razón no puede lograr la evidencia del sentido de la vida. 4. UN SER PARA
EL AMOR. «A pesar de los abusos a que se halla sujeta en la
literatura y en la vida cotidiana, la palabra amor no ha perdido nada de su
fuerza emotiva. Siempre que se emplea, suscita una impresión de ardor, de
pasión, de felicidad, de plenitud». La psicología contemporánea ha
demostrado sobradamente la necesidad esencial de amor que nos acompaña, no ya
desde que nacemos, sino desde el momento mismo de nuestra concepción.
Efectivamente, de una manera que aún no comprendemos, el feto se sabe querido
o rechazado ya en el vientre materno, con unas consecuencias incalculables
para su desarrollo futuro. Lo mismo podemos decir de las etapas posteriores
del desarrollo humano: nuestro equilibrio emocional, la forma de
relacionarnos con los demás, e incluso el desarrollo de nuestras capacidades
intelectuales dependen, en gran medida, del sentirnos aceptados y queridos
por alguien. Numerosos complejos, psicopatías y comportamientos antisociales,
por el contrario, son consecuencia de no percibir esta aceptación y afecto
por parte de quien se desearía. No podemos confundir el enamoramiento con el amor. El
primero es una atracción natural, que nos hace sentirnos a gusto en compañía
de personas que destacan por su belleza, su simpatía, su inteligencia, su
fuerza, o cualquier otra característica que nos produce admiración. Se
manifiesta como deseo. Surge de las características exteriores de las
personas y puede ser el origen de algo más profundo o quedarse en la
superficie. El amor, por el contrario es mucho más que un sentimiento:
consiste en la aceptación del otro con todas las consecuencias, en el respeto
de su individualidad, en el trabajo por su bien. Se manifiesta como servicio. El amor es, primariamente, un don que recibimos. En
segundo lugar, y como respuesta, es también una conquista de nuestra
voluntad, capacitada por el don inicial del amor recibido para, a su vez,
amar. En su segundo aspecto, en cuanto obra nuestra, el amor consiste en
«descentrarnos», poniendo el propio centro en el otro. Dicen que el amor es
ciego, porque no ve los defectos de la persona amada. La verdad es muy
distinta. El que ama es el único que sabe ver. Mira más allá de lo externo,
de las apariencias, para descubrir en la persona amada algo bueno y digno de
ser amado, o que podría llegar a serlo. El que ama conoce los defectos del
ser amado, pero no se queda en ellos, sino que va a lo más profundo de su
persona y la ama en sí misma, más allá de su
comportamiento y de sus errores. El amor es relación, por lo que nace cuando somos capaces
de salir de nosotros mismos para descubrir el valor de los otros, como dignos
de ser amados. Una salida costosa pero festiva, que posibilita la comunión.
Al poner mi centro más allá de mi propia pequeñez, realizo mi verdad
absoluta, que consiste en esa capacidad de trascender los límites de mi
existencia, y en la posibilidad de vivir no sólo en mí mismo, sino también en
los otros. Hoy se realizan cursos para tener éxito en las relaciones
interpersonales. Todo funciona bien mientras cada uno se esfuerza por parecer
amable, educado, atento. Los problemas surgen cuando el otro se manifiesta
totalmente como es, también con aquellos aspectos de su personalidad que no
me agradan o incluso me producen rechazo. Entonces no sirven los buenos
propósitos ni los enamoramientos. Sólo el amor es capaz de aceptar al otro
como es, sin esperar nada a cambio, ni aún el agradecimiento. El amor es
gratuito: lo necesitamos, pero no lo podemos reclamar; lo ofrecemos, pero no
podemos exigir correspondencia. Sentimos que nos llega como un don y como tal
lo regalamos. Por eso, el amor exige siempre sacrificio, porque busca el bien
del otro por encima de los propios intereses. A pesar del sufrimiento, quien
ama se siente feliz; mientras que quien se cierra al amor se incapacita para
el encuentro con el otro y para la comunión. 5. UN SER RELIGIOSO.
Desde los albores de la historia, los seres humanos se han manifestados
religiosos. Las pinturas rupestres no dejan de ser toscos intentos de
acercamiento a lo divino: petición de éxito en la caza, de fecundidad para la
familia y el ganado, de vida más allá de la muerte para los difuntos. Cuando
los hombres vivían en cuevas o en chozas de paja y barro, de las que no nos
queda ningún vestigio, ya elevaban monumentos a los dioses y túmulos
funerarios de piedra, que todavía hoy perviven: primero construcciones
megalíticas (dólmenes y menhires); después templos, pirámides y zigurats. Las más antiguas manifestaciones que
conservamos de la arquitectura, de la pintura, de la escultura, de la
escritura... son obras religiosas, realizaciones del deseo de trascendencia
que arde en el corazón del hombre. Al inicio del tercer milenio nos encontramos, con sorpresa
para muchos, ante un difuso y creciente interés del hombre contemporáneo por
todo lo relacionado con la experiencia religiosa. Lo podemos constatar independientemente
de la cultura, la religión o la zona geográfica de proveniencia. Después de
tantos defensores del secularismo y de la muerte de Dios (incluso entre los
teólogos), parece que en lo más profundo del corazón del ser humano sigue
latiendo el deseo de trascendencia. «Nos detendremos un momento en el
hecho innegable de que hoy "la cuestión espiritual" ha vuelto a
primer plano. Se ocupan de ella intelectuales, escritores, editorialistas,
críticos de arte y personas cultas, y también comerciantes y amas de casa.
Aparecen temas de espiritualidad en revistas y periódicos...». Basta dar
una ojeada a las secciones, cada vez más amplias, que las librerías destinan
al apartado de espiritualidad, religión o esoterismo, o a las numerosas
páginas web tanto sobre temas religiosos como sobre
ocultismo, así como a la proliferación de las sectas y movimientos pseudoreligiosos. Hoy nos hacen sonreír los innumerables libros que se
publicaron a lo largo del s. XX anunciando la inmediata desaparición de todas
las formas religiosas. Partían de un análisis sociológico de la realidad
Occidental, en la que las instituciones religiosas perdían relevancia social
y tanto las vocaciones consagradas como la práctica en el culto de las
Iglesias oficiales disminuían alarmantemente. Se anunciaba este fenómemo como imparable y en expansión generalizada. El
filósofo Martín Buber llegó a publicar un libro con
el significativo título «Eclipse de Dios». Sartre
construyó el existencialismo como una filosofía atea, liberada de toda referencia
a lo divino. No podemos negar que el universo simbólico cristiano resulta
incomprensible para muchos de nuestros contemporáneos, que ha seguido
disminuyendo la participación periódica en las formas externas de las
religiones tradicionales, que los Medios de comunicación son cada día más
intransigentes con los errores cometidos por los líderes religiosos y que,
para muchos, la ética ha perdido toda referencia a la religión. De todas
formas, no es menos cierto que sigue creciendo la participación en las
manifestaciones religioso-culturales asociadas a determinadas fiestas y
santuarios (peregrinaciones a la Meca y al Ganges,
encuentros de jóvenes con el Papa, etc.), así como la conciencia de la
trascendencia del ser humano. «Según los expertos, la población católica
prosigue su crecimiento numérico a ritmo lento, lo mismo que las llamadas
"nuevas religiones", mientras que se observa un aumento
significativo en el conjunto musulmán... Un hecho parece innegable: la no
disminución de la religiosidad y la forma distinta de vivirse y manifestarse.
En resumen, ante la complejidad de la situación religiosa existe consenso
entre los expertos: ni el análisis catastrofista de hace unos decenios ni el
diagnóstico ingenuo que preconiza un retorno masivo de los creyentes. Más
bien estamos en una situación de cambio religioso, de transformación». Pero no debemos llevarnos a engaño; bajo la sed de
espiritualidad que manifiestan nuestros contemporáneos, encontramos una
variedad tan grande de propuestas y de concepciones de la vida y del mundo,
que es difícil establecer unos puntos de referencia comunes. A las filosofías
venidas del lejano Oriente se han sumado métodos de adivinación, deseos de
una vida sana en contacto con la naturaleza, meditación trascendental y la
surtida oferta de un amplísimo supermercado de las religiones, en el que cada
uno se abastece de los elementos que más le atraen en cada momento. «Un
cóctel de esoterismo, astrología, pseudociencias,
dietas de adelgazamiento, técnicas orientales, psicoterapias timadoras y
conspiraciones de acuario se ofrece en las baldas de las librerías,
convertidas en barras de la credulidad». Es lo que se ha dado en llamar
con el nombre de «New Age»,
o «Nueva Era». En este contexto es más urgente que nunca presentar los
elementos esenciales de la interpretación cristiana del hombre y de su
destino, sin perdernos en cuestiones secundarias. Es lo que intentaremos en
las siguientes páginas. II. LECTURA
CRISTIANA DEL HOMBRE. Platón define la Filosofía como «la elevación (Anábasis) de la mente a Dios». Todas las culturas
conservan elementos de un primordial movimiento ascendente de la
humanidad hacia Dios. Desde sus orígenes, los seres humanos sienten la
necesidad de trascendencia en lo más profundo de su ser: buscan, inventan,
sueñan, nunca se sienten totalmente satisfechos con lo que ya conocen o
poseen. En último término, ansían a Dios y caminan a su encuentro. Movimiento
que surge de una necesidad interior escrita en nuestro corazón por Dios
mismo, ya que fuimos creados para la comunión con Él y nuestro corazón anda
inquieto hasta que lo encuentra, como nos recuerda San Agustín. Pero esfuerzo
estéril, al fin y al cabo, ya que Dios siempre supera lo que podemos pensar o
comprender. Todas nuestras torres de Babel están condenadas al fracaso,
porque el cielo desborda nuestra capacidad, queda siempre más allá de
nuestras posibilidades. A no ser que Dios mismo descienda a nuestro
encuentro y nos conceda la plenitud que ansiamos sin poder nunca alcanzarla
con nuestras solas fuerzas. Karl Barth
publicó en 1956 un artículo titulado «la humanidad de Dios», que
supone una inflexión en su trayectoria teológica y el punto culminante de su
madurez. Después de haber insistido durante años en lo absolutamente extraño y
lejano de Dios respecto al hombre y al mundo, en su radical trascendencia, en
su diástasis (= separación tajante); comienza a
reflexionar sobre el hecho de que Dios se nos ha revelado en Jesucristo como
aquél que ha decidido estar con el hombre y a favor del hombre, para llegar a
la conclusión de que «la cultura teológica no puede estudiar a Dios en sí
mismo ni al hombre en sí mismo, sino a Dios que sale al encuentro del hombre
y al hombre que se encuentra con Dios». Éste es el motivo por el que,
desde sus orígenes, la Teología Cristiana ha desarrollado juntas la reflexión
sobre Dios y la reflexión sobre el hombre. No podía ser de otra manera, por
dos motivos. En primer lugar, porque concibe al hombre como imagen y
semejanza de Dios, como reflejo de lo divino sobre la tierra. En segundo
lugar, porque en Jesucristo Dios se ha revelado como «Enmanuel»,
Dios-con-nosotros, Dios con el hombre y para el hombre. En último término, desde un punto de vista cristiano,
tanto si queremos hablar de Dios, como si queremos hablar del hombre, tenemos
que poner los ojos en Jesucristo, tal como nos recuerda el Vaticano II: «El
misterio del hombre sólo se esclarece dentro del misterio del Verbo
encarnado... Cristo, el Señor, en la misma revelación del misterio del Padre
y de su amor revela plenamente el hombre al hombre y le descubre su altísima
vocación» (GS, 22). El principio y el cimiento de la Teología cristiana
ha de ser, forzosamente, el tratado de Cristología: La reflexión sobre la
persona, la predicación y la obra de Jesús. Sólo a partir de lo que Jesús nos
enseñó, podemos desarrollar los tratados de Trinidad (el Dios cristiano) y de
Antropología Teológica (el ser humano según el proyecto de Dios: su origen,
su destino y el camino para ser verdaderamente feliz). La Antropología Teológica se esfuerza por profundizar en
el misterio del hombre desde tres puntos de vista interrelacionados entre sí:
su origen (tratado de Creación), su vocación, los medios para desarrollarla y
las dificultades en el camino (Gracia, Virtudes Teologales y Pecado), su
destino final (Escatología). Desde el Nuevo Testamento no podemos hablar de
ninguno de ellos al margen de Cristo, en quien se encuentran la protología, la soteriología y la escatología, ya que todo
ha sido creado por Él y para Él y todo se mantiene en Él
(Col 1, 16-17). Acerquémonos brevemente a estos tres bloques. 1. EL ORIGEN DEL HOMBRE (TRATADO DE CREACIÓN). Nuestros interrogantes por la
identidad de los seres y de las cosas, se corresponden en la Biblia con la
pregunta por su origen. Para los escritores bíblicos, conocer el origen de
algo o de alguien es conocer su identidad. Las preguntas ¿qué es el hombre? y
¿cuál es su origen? van inseparablemente unidas. Los primeros capítulos del
Génesis intentan responderlas. Con un lenguaje simbólico nos transmite un
mensaje religioso, para el que las palabras ordinarias se manifiestan
insuficientes. El capítulo primero del Génesis es un hermoso poema que
nos enseña que Dios ha hecho todo por medio de su Palabra poderosa, según un
proyecto complejo, que culmina en la aparición de los seres humanos, creados
el mismo día que los animales salvajes y domésticos, pero poseedores de una
bendición especial. Nuestra vida no es fruto del azar, sino que tiene un
sentido, porque corresponde a un plan de Dios que se ha ido realizando en el
tiempo y que aún no ha terminado. El capítulo segundo cuenta la Creación de
forma distinta: Dios se presenta como un artista que modela la tierra para
hacer sus obras o como un jardinero que planta árboles y cuida de los campos.
Pone un cuidado especial en la creación de los seres humanos, formados del
barro, como las demás criaturas, para indicar su naturaleza material y su
fragilidad; pero sobre los que sopla su propio aliento de vida, para indicar
que poseen una participación del Espíritu divino. A pesar de que algunos escritores eclesiásticos aceptaron
el dualismo griego, S. Pablo, S. Ireneo y numerosos teólogos, desde el
principio hasta nuestros días, subrayaron la unidad e indivisibilidad del
hombre. El ser humano no es un alma encerrada en un cuerpo; el hombre es
(y no tiene) cuerpo, pero también es (y no tiene) alma:
cuerpo animado y alma encarnada, dos maneras de mirar a una única realidad. «Los
hombres son espirituales por la participación del Espíritu, no por la
privación y eliminación de la carne... A menudo se habla de lo espiritual
como si fuese lo mismo que lo inmaterial... Esta identificación lleva a una
comprensión parcial o errónea de lo que es verdaderamente espiritual.
Entender lo espiritual como inmaterial significa excluir de la dimensión
espiritual todo el mundo material, físico y corpóreo». La salvación
afecta al ser humano en su totalidad, no a una sola dimensión. Por tanto, no
puede ser confundida con la huida del mundo, ya que consiste en la transformación
del mundo por medio de los valores evangélicos: «A diferencia de las demás
religiones, el Cristianismo no sólo enseña la fe en Dios, sino en un Dios
hecho hombre, que ha entrado en nuestra realidad humana y cósmica. Por este
motivo, hablando con propiedad, la meta de nuestra esperanza no es tanto el
cielo como el cielo en la tierra, el Reino de Dios entre los hombres». El cuerpo es la totalidad del ser humano, que se hace
presente en el mundo. Esto conlleva una triple dimensión: la mundanidad, la socialidad, la
temporalidad. 1. La mundanidad: el hombre es
un ser-en-el-mundo, sometido a las leyes de la naturaleza
(físicas, químicas y biológicas), como cualquier otro ser vivo, aunque
con capacidad para transformarla. 2. La socialidad:
Lo primero en lo que reparo desde que desarrollo la conciencia es que nazco y
crezco en un mundo humano o «sociedad». Sólo en la relación con los otros
hombres desarrollo mis capacidades y me humanizo. 3. La temporalidad:
El hombre es-en-el tiempo; un ser en continuo crecimiento, que en ningún
momento de su existencia puede auto-abarcarse totalmente en un solo acto. Más
que por las metas que va alcanzando, le podemos caracterizar por su misma
condición de caminante, de homo viator. No
creemos en un ciclo eterno de reencarnaciones, en el que la salvación
consistiría en abandonar este círculo infernal de tiempo siempre igual, que
no lleva a ninguna parte. Ni consideramos que la salvación se encuentre en
despojarnos de la materia o en huir del mundo. Porque ha habido un momento de
la historia en el que ver, oír y acoger a un hombre era ver, oír y acoger a
Dios mismo; que quiso identificarse con la causa del hombre. En Jesucristo,
la salvación entró en nuestra historia. El famoso capítulo 25 de San Mateo
nos indica que nos encontramos con Cristo en las actividades de cada día,
aunque no nos demos cuenta de ello. Por eso el cristianismo es siempre un
impulso creador, un esfuerzo continuo por hacer la tierra más habitable, por
establecer el Reinado de Dios entre los hombres. Pero el discurso cristiano sobre el hombre no se agota en
su ser cuerpo. Al mismo tiempo y con la misma rotundidad afirmamos que el
hombre es alma. En cuanto alma, el hombre realiza su mundanidad y temporalidad constitutivas trascendiendo el
mundo y el tiempo. En definitiva, el hombre no es sólo algo material,
es alguien, es persona, sujeto de derechos y deberes, dotado de
conciencia. El «soplo» de Dios sobre Adán (Gn 2,
7), elevó su dignidad y lo convirtió en su interlocutor. La naturaleza
humana, considerada como lo que es común a todos los hombres, es estudiada
por las ciencias, que investigan las leyes de su funcionamiento. Pero el
cristianismo no puede dejar de recordar la absoluta singularidad del ser
humano, de cada ser humano, del hombre de carne y hueso considerado
individualmente, «el que nace, sufre y muere, el que come y bebe y juega y
duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y al que se oye, el hermano, el
verdadero hermano. Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el
sujeto de no pocas divagaciones... Un hombre que no es de aquí o de allí ni
de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin.
Es decir, un no hombre». La Sagrada Escritura nos dice que el ser humano fue creado
«a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1, 27). Los
Santos Padres insistían en que la imagen la llevamos siempre dentro: es el
«modelo» que conforma nuestra estructura y nuestras capacidades. La
semejanza, por el contrario, es una capacidad, una aptitud que nos impulsa a
perseverar en un largo camino de identificación con nuestro «modelo», que nos
lleva a actuar conforme a lo que somos, reflejando en la vida cotidiana
nuestra identidad más profunda. Algunos Padres, como San Ireneo, afinan más
al insistir en que el «modelo» que Dios utilizó a la hora de modelar a Adán
fue el cuerpo que su Hijo había de tomar cuando se encarnara. Somos imagen de
Jesucristo y nuestra vocación última es parecernos a Él, revestirnos de sus
virtudes, «conformándose con su vida, la cual debe considerarse para saberla
imitar y actuar en todas las cosas como Él actuaría». En fin, el ser alma
del hombre tiene mucho que ver con cuanto se tratará en el siguiente punto
sobre su vocación y su destino. Los relatos de la Creación han sido plasmados en numerosas
obras de arte, desde los orígenes del cristianismo. Las pinturas de Miguel
Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina son
algunas de las más famosas, especialmente la escena de la Creación de Adán,
realizada en 1511. Dios es representado como un ser lleno de fuerza y energía.
Todo en Él se encuentra en movimiento: las piernas cruzadas, la túnica y el
enorme manto desplegado al viento, las ondas de la barba y el cabello, los
ángeles que le rodean... Extiende su brazo poderoso para dar la vida. Adán,
por el contrario, se encuentra recostado en tierra y eleva su mano al
Creador, al que dirige su mirada suplicante, como saliendo de un letargo. Se
le queda el brazo a medio levantar, como si le faltaran fuerzas para alzarlo
más. En la cercanía del dedo de Adán al dedo del Padre, se encuentra toda su
grandeza. Al mismo tiempo, en este pequeño espacio que le separa de Dios se
encuentra toda su pequeñez, ya que no puede alcanzarle con sus solas fuerzas,
por mucho que lo intente, a no ser que Él mismo descienda para tomarle de su mano.
He aquí una perfecta representación plástica de cuanto venimos diciendo. 2. LA VOCACIÓN DEL HOMBRE (TRATADO DE GRACIA, VIRTUDES
TEOLOGALES Y PECADO). Entramos aquí en los temas de la vocación sobrenatural del
hombre y de la absoluta libertad de Dios, que tantos ríos de tinta han hecho
correr en el pasado siglo XX. Dios, al crear, no lo hace por necesidad, sino
movido únicamente por su amor desinteresado. Desde el principio, el ser
humano ha sido creado con una vocación sobrenatural, para entrar en comunión
con su Creador. Aunque tenemos la capacidad estructural e incluso la
necesidad de que este encuentro se produzca, no poseemos los medios
necesarios para llevarla a cabo, por lo que necesitamos una nueva
intervención de la gracia divina, que desarrolle y plenifique
nuestras capacidades naturales, ensanchándolas ilimitadamente. Dios se manifiesta en la Sagrada Escritura como buscador
del hombre, invitándole continuamente al encuentro personal con Él,
pidiéndole una respuesta libre, pero decidida. Esta llamada, esta vocación,
aparece desde el principio y antes de cualquier decisión del hombre. En su
respuesta, el hombre se juega su destino y su felicidad, ya que la referencia
a Dios es el constitutivo esencial del ser humano. Génesis 3 nos relata las famosas escenas de Adán y Eva en
el Paraíso y del primer pecado. La narración es simbólica: Presenta a los
seres humanos encargados por Dios de cuidar el jardín, para indicar que Dios
nos hace guardianes de la Creación. Dios mismo pasea cada tarde en su compañía,
porque es amigo nuestro y quiere dialogar con nosotros. La felicidad de los
seres humanos consiste en vivir una relación armoniosa con la naturaleza, con
los otros seres humanos y con Dios. Sin embargo, los hombres se creen
autosuficientes y, llenos de orgullo, quieren ser como Dios, se niegan a
obedecerle y a reconocer que le necesitan. Renuncian a vivir en comunión con
su Creador, por lo que no pueden permanecer en el Paraíso, del que ellos
mismos se han autoexpulsado. No nos debe extrañar que, cuando el hombre se aleja de
Dios, se aleje también de los demás hombres. El ser humano no quería que Dios
le enseñara el camino que debe seguir, sino que quería decidir por sí mismo.
Y no decidió bien. En Génesis 4 se nos cuenta la historia de Caín y Abel. Eran
hermanos, por lo que tenían mucho en común. Pero, al mismo tiempo, eran
diferentes: uno era agricultor y otro ganadero. Distintos trabajos, distintas
maneras de relacionarse con la naturaleza y con Dios, distintas formas de
vivir (los agricultores eran sedentarios y los ganaderos nómadas). Estas
diversidades podrían haber sido una fuente de riqueza, pero los celos y la
envidia terminaron en un acto horrible: Caín mató a su propio hermano. Un
acto que, por desgracia, se repite continuamente: Unos hombres matan a otros
para ocupar sus tierras, o para apropiarse de sus cosas, o por envidia, o
para vender armas... olvidando que «todo homicidio es un fratricidio». La Biblia nos explica que el pecado sigue creciendo, ya
que un descendiente de Caín, llamado Lamec, inventa
la poligamia y la venganza (Gn 4, 23-24). Es la
locura de los seres humanos alejados de Dios, que en lugar de obedecer la ley
divina se guían por sus instintos, de manera que el fuerte abusa del débil.
Las experiencias de pecado se repiten, el mal realizado y sufrido llega a
oprimir y atormentar la conciencia, las cicatrices y las heridas se hacen
sentir provocando dolor. Esta es la situación histórica en que nos
encontramos, de la que cada día hacemos experiencia. De todas formas, el
mensaje cristiano sobre el pecado no puede separarse del de su perdón, de la
victoria de Cristo sobre el pecado y de la esperanza del triunfo definitivo
de la gracia. A pesar del pecado humano, la llamada de Dios permanece en lo
más profundo de nuestro ser como vocación. Con su obra salvadora Jesús nos
abre el acceso al Padre y nos comunica su Espíritu que nos permite participar
de su condición de Hijo de Dios. Su gracia es mucho más que la restauración
de un estado original perdido: es justificación, filiación divina, transformación
interna, nueva creación. Las virtudes teologales son los medios que Dios
mismo nos ofrece para purificar y llevar a plenitud nuestras potencias o
capacidades naturales: el entendimiento por medio de la fe, la memoria con la
esperanza y la voluntad con la caridad, tal como desarrolla abundantemente
San Juan de la Cruz en sus escritos. Son el único camino válido para que se
pueda realizar en nosotros el proyecto salvador de Dios y la vocación
universal a la santidad. 3. EL DESTINO FINAL DEL HOMBRE (TRATADO DE
ESCATOLOGÍA). Nuestra sociedad está empeñada en hacer más feliz la vida
de la gente. Con este fin, va suavizando todo lo que molesta, apartando lo
que estorba, silenciando gritos, acallando preguntas. Parece que hay interés
por ocultar el sufrimiento y la muerte. Los enfermos son llevados a los
hospitales, los ancianos a las residencias geriátricas y los muertos a los
tanatorios. Sin embargo, antes o después tenemos que vivir acontecimientos
que nos presentan la realidad con toda su crudeza: una enfermedad incurable,
un accidente de tráfico, la muerte de un ser querido. Entonces nuestras
seguridades y nuestra propia existencia se tambalean y la pregunta por el
destino final del hombre resurge con toda su fuerza: ¿Cuál es la meta última
de nuestro caminar? En el Antiguo Testamento, Qohélet
plantea dramáticamente la experiencia de la inconsistencia de la vida.
Escrito en un momento en que aún no se ha afirmado la fe en la resurrección,
se preocupa en primer lugar por el sufrimiento y la muerte del justo, para
terminar tratando el tema de la muerte en sí misma: «Vanidad de vanidades,
todo vanidad. ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el
sol?... No hay recuerdo de los antiguos, como tampoco de los venideros
quedará memoria en los tiempos que vendrán» (1, 2-11). La conquista del
dinero, del poder, de la fama, del placer, de la sabiduría... se demuestran
un sinsentido ante la muerte: «Todos caminan hacia una misma meta; todos
han salido del polvo y todos vuelven al polvo» (3, 20). La muerte une a
todos en el polvo, en la nada, «porque los vivos saben que han de morir,
pero los muertos no saben nada, y no hay paga para ellos, pues se perdió su
memoria» (9, 5). Si la conciencia es sólo un relámpago entre dos
eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que la
existencia. Al hablar de la temporalidad del ser humano lo
caracterizábamos de homo viator. Su
identidad se encuentra precisamente en su capacidad de llegar a ser, en su
mismo proceso continuo de autoconstrucción. Nuestras decisiones actuales
preparan el futuro que, sin embargo, permanece en último término como novedad
imprevisible, generada por las libres decisiones venideras de los individuos.
El cristianismo no cree en un determinismo fatalista, como tampoco acepta que
la historia sea un camino sin sentido hacia ninguna parte. La condición
itinerante del hombre sería absurda si sólo lo condujese hacia su propia
finitud, hacia lo que pretende trascender y superar con su propio caminar. Su
permanente insatisfacción, inquietud y desasosiego se explican por la
necesidad de ese futuro absoluto para el que fuimos creados. Debido a su
origen y a su singular vocación, cada ser humano, la sociedad y la historia
caminan hacia una plenitud que, de una manera misteriosa pero real, ya se ha
comenzado entre nosotros por Jesucristo. El Nuevo Testamento explica esta
convicción con la categoría del Reino de Dios, «ya misteriosamente
presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su
perfección» (GS 3). El libro del Éxodo, que nos narra el camino de Israel por
el desierto hacia la Tierra Prometida, es imagen de nuestra vida: El Señor
nos guía y nos acompaña, nos instruye y nos corrige todas las jornadas de
nuestra existencia, hasta el día en que entremos en la tierra de promisión,
en el descanso definitivo. El Antiguo y el Nuevo Testamento son un testimonio
continuo de las ansias que arden en nuestros corazones de alcanzar la patria
verdadera, la definitiva, al final de nuestro caminar: «Si Josué les
hubiera proporcionado un descanso definitivo, David no hablaría de un
posterior día de descanso. Hay, por tanto, un descanso definitivo reservado
al pueblo de Dios... Apresurémonos, pues» (Heb
4, 8ss). En nuestro corazón arde el deseo de encontrar el reposo definitivo
en la casa del Señor, de entrar en el «Sabat» último y eterno, en la Nueva
Jerusalén, tal como canta el Apocalipsis: «Ésta es la Morada de Dios con
los hombres. Habitará entre ellos... Enjugará las lágrimas de sus ojos y no
habrá ya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor» (21, 3ss). La meta última de nuestro caminar se nos ha manifestado en
la resurrección de Jesús, de la que un día esperamos participar y que
anticipa y confirma nuestra propia resurrección. Somos conscientes de que
nuestra salvación definitiva está en el futuro, en el «día octavo», en el que
la Creación entera alcanzará su plenitud. Pero la resurrección futura no es
fractura total con la vida presente. Sin dejar de ser ruptura, porque inicia
una nueva etapa, plena de sentido, es también continuación de nuestra
experiencia presente. No puede ser de otra manera, porque ¿cómo sería mi
resurrección, mi salvación, si yo no pudiera reconocerme en ella? Por
eso la Iglesia confiesa su fe en la resurrección de la carne, del hombre
total con su historia personal, única e irrepetible. Conservaremos la propia
identidad, aunque despojados de todo lo caduco: el sometimiento al espacio y
al tiempo, y las limitaciones consiguientes. En la primera parte del presente trabajo, hemos presentado
al hombre como un ser que se trasciende a sí mismo, siempre inacabado,
constructor del propio carácter y de la propia personalidad con sus
decisiones sucesivas, constitutivamente insatisfecho y creativo, con
capacidad para el arte y la religión, necesitado de amor, rodeado de
interrogantes, entre los que destaca el del sentido de su propia existencia. El
hombre en busca de sentido, título de un famoso libro de Viktor Frankl, se convertía en
programático. Con el autor, afirmábamos que sólo quien ha encontrado el «sentido»
de su vida está capacitado para gestionar con éxito tanto los acontecimientos
positivos como los negativos, superando las inevitables dificultades del
caminar cotidiano. La ausencia de un sentido de la propia vida, por el
contrario, produce un insoportable vacío interior. El Cristianismo afirma que el sentido de la vida humana va
inexorablemente unido a la cuestión sobre su origen, su vocación y su destino
último, que la definen ontológicamente. Por eso, en
la segunda parte del presente estudio esbozábamos los elementos fundamentales
de una Antropología Teológica. No se trata de acoger unos elementos
opcionales al alcance de algunos, sino de dar satisfacción a unas necesidades
constitutivas, estructurales, que permanecen en el más profundo centro
de nuestra personalidad, independientemente de las circunstancias concretas
que nos toque vivir. El sentido de la propia existencia, la felicidad, no
puede consistir en la realización o no de ciertos ritos, en consumir o no
determinados alimentos, como tampoco puede estar en la conquista de ciertas
doctrinas esotéricas ni en la huida del propio ambiente o en la liberación de
la materia. La salvación ha de entrar en la propia historia personal, como
capacitación para asumir mi realidad concreta, con todas sus circunstancias,
y como plenificación de mi misma vida, que comienza
al descubrir que ésta tiene sentido (incluso en las circunstancias más
adversas) porque corresponde a un proyecto de amor que se ha desplegado en mi
historia y llegará a plenitud cuando yo sea totalmente absorbido y
transformado en ese Amor que ya puedo empezar a experimentar (aunque de
manera imperfecta y parcial) aquí y ahora. Hemos sido creados para la comunión por el amor. El amor
que da sentido a mi vida se me ha revelado plenamente en Jesucristo. El Nuevo
Testamento insiste en que Él me amó primero y se entregó por mí (1Jn 3, 16).
Amándome me ha capacitado para amar; perdonándome me ha capacitado para
perdonar. En su vida observo al hombre perfecto, al que nunca vivió para sí
mismo, sino para los demás; el que en todo actuaba movido por el Espíritu
Santo; el que permaneció unido a Dios por el amor todos los días de su vida,
tanto en los momentos de gozo como en medio del sufrimiento y de la muerte.
En su Resurrección, además, el Amor se ha demostrado más fuerte que la
muerte. En el presente estudio, no he pretendido realizar un
tratado exhaustivo de Antropología Teológica. Sólo he querido poner de
relieve los elementos fundamentales de la condición humana y hacer ver que se
corresponden con el proyecto de Dios sobre el hombre. Nuestro origen está en
un proyecto amoroso de Dios y nuestro destino es vivir en comunión de amor
con Él. Nuestra vida alcanza plenamente sentido cuando sabemos el por qué y
el para qué de la existencia y cuando podemos realizar esa necesidad
estructural de relación, de amor, que nos define. «Y nosotros hemos
recibido el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos lo que Dios
gratuitamente nos ha dado (por medio de Cristo)» (1Cor 2, 12). |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |