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«Y QUE EL HOMBRE
DIOS SERÍA» LA VOCACIÓN
HUMANA SEGÚN SAN JUAN DE La cruz P. Eduardo
Sanz de Miguel, o.c.d. |
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1.
ACTUALIDAD de SAN JUAN DE LA CRUZ. 2.
CRISTO, REVELADOR DE DIOS Y DEL HOMBRE. 3.
LO HICISTE POCO INFERIOR A LOS ÁNGELES (Sal 8,6). 4.
CREADOS A SU IMAGEN (Gn 1,27). 4.1. Cristo,
Imagen del Padre. 4.2.
El hombre, Imagen de Cristo. 5.
ESPERAMOS PARTICIPAR DE SU GLORIA (Rom 5,2). 6.
REVESTÍOS DEL HOMBRE NUEVO QUE SE VA RENOVANDO A IMAGEN DE SU CREADOR (Col
3,10). 6.1.
La creación de los primeros padres. 6.2.
Los efectos del Pecado Original en el hombre. 6.4.
El camino de la Unión con Cristo. 6.5.
La transformación en el Amado. 1.
ACTUALIDAD de SAN
JUAN DE LA CRUZ. Al inicio de este tercer milenio de la era
cristiana, el Papa Juan Pablo II dirigió una carta programática a toda la
cristiandad, la Novo Millennio Ineunte. En ella nos presenta la relación personal
con Dios hasta alcanzar la santidad como el gran reto de nuestra época. El
medio principal es la contemplación amorosa del rostro de Cristo para identificarnos
con Él. De la profundización en el «arte de la oración» deben brotar
todas las actividades de los cristianos. El documento está escrito con un
lenguaje contemplativo y la doctrina de S. Juan de la Cruz se refleja en cada
una de sus páginas. Las palabras «oración» y «contemplación» son las que más
se repiten y el subapartado dedicado íntegramente a
la oración es el más largo de todos. «Es necesario un cristianismo que se
distinga ante todo en el arte de la oración... pero sabemos bien que
rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a
orar... Hace falta que la educación en la oración se convierta en un punto
determinante de toda programación pastoral». El Papa nos propone dos
maestros seguros y «espléndidos» en este camino: Santa Teresa de Jesús y San
Juan de la Cruz. La presencia de nuestro Santo dominando un documento de
tanta trascendencia para la vida de la Iglesia nos habla claramente de la
universalidad del interés por su doctrina «sólida y sustancial» en
nuestro tiempo. Podemos afirmar sin lugar a dudas que nos
encontramos en unos momentos privilegiados en lo que se refiere al
conocimiento del ambiente histórico del Santo, así como a las ediciones de
sus textos y a estudios sobre su personalidad y doctrina. «La primera
impresión que se desprende de tan anchuroso panorama es, dicha en términos
gráficos, la de una línea continuamente al alza a lo largo del siglo y en
todos los tratamientos. Evidentemente, donde más se nota esa irrupción
progresiva es en el campo literario, en el que puede decirse que su obra ha
sido asediada por todos los flancos y con todos los análisis posibles... La
producción sanjuanista ha llegado a cotas de madurez que podrían considerarse
un hito por lo que a la recepción científica de San Juan de la Cruz se
refiere». La situación actual es el resultado de un largo camino, en el
que podemos encontrar varias etapas. Jean Baruzi
publicó en 1924 un libro de obligada referencia en todo estudio sobre S. Juan
de la Cruz, ya que inició una manera nueva de acercarse a la figura y a la
obra del Santo, liberándolas del corsé en el que las habían introducido las
hagiografías barrocas y las interpretaciones de la teología neoescolástica y situándolas en el contexto histórico y
cultural de su propio tiempo. Aunque muchas de sus conclusiones han quedado
hoy totalmente desplazadas, no se le puede negar el honor de ser el iniciador
de los estudios científicos sobre el Doctor Místico. Quizás no aportó sólidas
respuestas, pero planteó acertadamente grandes preguntas. Las publicaciones
de los años posteriores seguían la línea de Baruzi
o se alzaban contra ella, pero no pudieron ignorarla. Baruzi afirmaba que las hagiografías barrocas
encuadraban a los santos en unos estereotipos colectivos de santidad que no
respondían necesariamente a la verdad histórica y lamentaba que no existiera
en su momento otro tipo de biografías del Santo. En torno al IV centenario de
la muerte de San Juan de la Cruz (1991) se han publicado todas sus biografías
antiguas, incluidas las que habían permanecido inéditas por no satisfacer los
gustos de quienes en su momento las encargaron; de media docena de cartas del
Santo que se conocían en el momento de publicar Baruzi
su libro, hemos pasado a 33; se han publicado los procesos de beatificación y
canonización, así como las fuentes históricas de los orígenes del Carmelo
Descalzo y se han hecho numerosas publicaciones sobre la infancia de S. Juan
de la Cruz, el ambiente de pobreza en que vivió, sus estudios universitarios,
las lecturas y fuentes que utilizó... por lo que, finalmente, ya poseemos una
figura del personaje encuadrada en su contexto histórico. Al hablar de sus escritos, denuncia la
corrupción de los manuscritos, la deformación de los textos en las ediciones,
las interpolaciones... «Nada es superfluo en terrenos como éstos,
oscurecidos por tantas mentiras. Además, aún no hemos reparado más que en las
obras principales. ¿Merecen otros escritos, que una tradición plagada de
plagios y leyendas atribuye igualmente a Juan de la Cruz, que se les considere
como suyos? ¿Cómo establecer, en fin, una lista de obras auténticas?». Es
cierto que reconoce los méritos de la edición del P. Gerardo de San Juan de
la Cruz, de 1912-14, aunque realiza también un análisis demoledor de sus
defectos y limitaciones. Los esfuerzos realizados desde entonces nos permiten
afirmar, con el mayor estudioso de los textos del Santo, que hoy poseemos no
una, sino varias ediciones críticas, con una coincidencia fundamental en el
texto ofrecido, riguroso y depurado. Baruzi tuvo también el mérito de subrayar que S.
Juan de la Cruz es, ante todo e independientemente de los temas que trata, un
escritor y que su obra debe de ser analizada desde una óptica literaria. La
publicación de las magníficas Concordancias de sus escritos y los numerosísimos
estudios filológicos de los últimos años nos abren nuevos y muy fecundos
horizontes en el acercamiento al mensaje sanjuanista. «El Centenario
contribuyó a formar una generación de filólogos sanjuanistas especializados,
los cuales, provistos de una buena formación metodológica, han enriquecido
este campo con trabajos de altura... San Juan de la Cruz ha irrumpido en la
Universidad con gran fuerza, y su obra ha salido engrandecida de su encuentro
con la crítica académica, que ha refrendado con pruebas la legitimidad de sus
valores». Las nuevas maneras de hacer Teología, con
la superación del triste divorcio entre Teología y Espiritualidad, que se
venía arrastrando desde los inicios de la Escolástica, han posibilitado,
también, nuevas perspectivas en el acercamiento a la doctrina del Santo,
prisionero hasta mediados del s. XX de una interpretación con categorías
escolásticas, en las que no cabía su pensamiento. «Fue en vísperas de la
gran efemérides conciliar cuando G. Morel rompió para siempre el aislamiento
sanjuanista. Detrás de lo que dice Juan de la Cruz hay un soporte ontológico
y ese soporte no coincide con el sistema escolástico. El mismo pensamiento de
Juan de la Cruz es una filosofía. Pero el sanjuanismo
estalla propiamente en el año 1968 con la publicación de dos obras que en su
esquema global no han sido superadas; nos referimos a las de Lucien Marie y Federico Ruiz. A partir de entonces los
libros que de carácter teológico han ido apareciendo han puesto de relieve
que la experiencia emanante de los tratados sanjuanistas deja suponer una
imagen de hombre, una visión del mundo y una teología particular». La bibliografía sobre San Juan de la Cruz
ha adquirido en estos años tales dimensiones que resulta imposible estar al
día de todo lo que se publica. Además, los estudios interdisciplinares
sobre el Santo no dejan de arrojar nuevas luces sobre su obra. Especialmente,
los realizados desde fuera del Carmelo nos aportan nuevas lecturas, ya que se
acercan a él con perspectivas distintas a las que estamos acostumbrados, por
lo que estimulan especialmente nuestra atención al descubrirnos riquezas que
podían habernos pasado desapercibidas. Cada año se publican tesis doctorales
sobre «S. Juan de la Cruz y el Islam», «S. Juan de la Cruz y el Budismo-Zen», «S. Juan de la Cruz y la poesía contemporánea», «S.
Juan de la Cruz y los filósofos nihilistas»... Aunque nos resulte
sorprendente, podemos encontrar estudios sobre su influencia en la Teología
Protestante, en la obra de Pascal, Husserl, Bergson, Bernanos, Bonhoeffer, Nietzsche, Dostoievski,
Ghandi, Unamuno, Simone Weil, Vicente Aleixandre... Manuel Diego publicó en 1993 un volumen de
bibliografía sanjuanista con 2142 títulos y en el año 2000 otro con 6328
títulos sobre las biografías, estudios textuales, históricos, doctrinales,
litúrgicos o de cualquier tipo sobre el Santo. Una labor de síntesis de todas
estas aportaciones aún está por hacer. En el presente trabajo nos limitaremos
a ofrecer el desarrollo de la propuesta que nos hace el Papa en la Novo Milennio Ineunte, de la que
hablábamos al principio: El ser humano está llamado a la plenitud de la vida
uniéndose a Cristo y trasformándose en Él. Veamos cómo S. Juan de la Cruz nos
ilumina este camino. 2.
CRISTO, REVELADOR
DE DIOS Y DEL HOMBRE. «Revelación no es otra cosa que
descubrimiento de alguna verdad oculta o manifestación de algún secreto o
misterio» (2S 25, 1). S.
Juan de la Cruz comenta muchas veces el inicio de la carta a los Hebreos, en
la que se nos recuerda que, aunque Dios habló muchas veces y de muchas
maneras en la antigüedad, su revelación plena se llevó a cabo en Jesucristo.
Él no sólo nos revela verdades, sino que es la Verdad; no sólo nos habla de
Dios, sino que es su Palabra; no sólo nos dice que fuimos creados para la
comunión con Dios, sino que nos capacita para realizarla; no sólo nos explica
cómo ir a Dios, sino que es el Camino. «Al leer la Palabra de Dios,
meditarla y orarla, San Juan de la Cruz no busca en ella otra cosa más alta
que "la manifestación del misterio escondido", la verificación por
hechos y palabras de una historia salvífica que lo alcanza a él y a sus
lectores. Con San Pablo se adentra hasta donde es posible en esa verdad de
"los incomprensibles juicios y vías de los planes de Dios" (cf. CB
36, 10-12). Con él contempla y canta esa historia divina, un designio
anterior al tiempo, culminado en la plenitud de los tiempos y abierto a una metahistoria supratemporal. Sus
siete "romances" sobre la Trinidad y la Encarnación, el capítulo de
2S 22 sobre el cristocentrismo de la manifestación
total de Dios y el denso comentario de CB 23 al misterio de la redención
amorosa son buenos exponentes de una teología bíblica». El Evangelista S. Juan es llamado por los antiguos
Padres de la Iglesia «el Teólogo». Título con el que le siguen nombrando los
cristianos de Oriente. Es una manera de proponerle como modelo de referencia
para la verdadera reflexión sobre los contenidos de nuestra fe. Como en el
caso de S. Juan Evangelista, la Teología ha de ser siempre una reflexión que
parte del encuentro con Cristo, de la experiencia, y que se termina
convirtiendo en un anuncio, en un testimonio: «Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que
han tocado nuestras manos acerca de la Palabra de la Vida (pues la Vida se
manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la
Vida Eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado), lo que hemos
visto y oído os lo anunciamos» (1 Jn 1, 1-3). Todos los escritos joánicos son un anuncio gozoso de Jesucristo, verdadero y
único revelador del misterio de Dios y del misterio del hombre.
Efectivamente, nos dice S. Juan que todas las palabras sobre Dios anteriores
a Jesús son incompletas e imperfectas, tanto la obra de los Profetas y Sabios
judíos, como la de los Poetas y Filósofos paganos, ya que Dios está más allá
de nuestras reflexiones y desborda nuestra misma capacidad: «A Dios nadie
lo ha visto nunca; el Hijo Único, que es Dios y que está en el seno del
Padre, es el que nos lo ha revelado» (Jn 1, 18). El texto original usa el
verbo «exegheomai», es decir «nos ha hecho la
exégesis», nos lo ha interpretado, nos lo ha explicado palabra por
palabra. Lo mismo sucede en cuanto a la revelación sobre el hombre. Para
Juan, sólo en Jesús podemos descubrir al hombre íntegro y perfecto, no
deformado por el pecado, conforme con el proyecto eterno de Dios. En el
momento culminante del Evangelio, durante el juicio que le llevará a la
muerte, Pilato dice de Jesús: «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19, 5).
Jesús es «el hombre». No necesita ningún calificativo. Es la realización
plena y verdadera de la obra creadora de Dios. La revelación de Jesús no es
algo teórico, sino que establece una relación nueva y definitiva entre Dios y
el hombre: «De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Pues
la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han
llegado por medio de Jesucristo» (Jn 1, 16-17). En su revelación, Jesús
nos presenta a Dios que sale al encuentro del hombre y al hombre con
capacidad para acoger a Dios. Al mismo tiempo, en Él se realiza plenamente
dicha relación y Él mismo nos capacita a nosotros para vivirla. De todos es conocido el amor de S. Juan de
la Cruz por la Sagrada Escritura y de una manera particular por la obra del
Evangelista S. Juan, de la que conocía capítulos enteros de memoria, que
cantaba por los caminos. La influencia de Juan Evangelista en Juan de la Cruz
queda también patente en sus escritos. «El Evangelio de Juan se entiende
dentro de la revelación hecha por Dios en el devenir de esa historia de
salvación, que en este estadio último nos ofrece la llegada del Revelador,
profeta escatológico enviado por Dios para conducir esta misma historia a su
consumación. En Juan de la Cruz nos encontramos también con esta tensión de
comunión. Se trata de alcanzar la más íntima y perfecta unión; no por un
salto evasivo, sino por una transformación; no del hombre individuo, sino del
hombre miembro vivo de esa humanidad llamada a realizar la comunión perfecta,
que todos sean uno y que lo sean en el Padre, por Jesús». No vamos a
tratar en este artículo de cómo Jesús nos revela a Dios según S. Juan de la
Cruz, aunque sí de qué nos revela sobre el hombre. Como ya hemos dicho, no es
un mero conocimiento intelectual de nuestra vocación, sino la realización
anticipada de nuestro destino y la capacitación para que lo acojamos
personalmente. Los Santos Padres de la Iglesia y
escritores antiguos, al hablar de la Encarnación del Señor, la presentan como
un "admirable intercambio": Él ha tomado lo nuestro y nos ha dado
lo suyo. «El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que los hombres llegaran
a ser hijos de Dios» (S. Ireneo). «Quiso nacer en el tiempo para
conducirnos a la eternidad. Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera
Dios» (S. Agustín). «El cielo en la tierra, la tierra en el cielo; el
hombre en Dios y Dios en el hombre» (S. Pedro Crisólogo).
«Acoge, Señor, nuestras ofrendas en este admirable intercambio entre
nuestra pobreza y tu riqueza. Nosotros te ofrecemos los dones que de ti hemos
recibido y tú, a cambio, danos a ti mismo» (S. León Magno). Son
reflexiones y oraciones profundamente vivenciales,
donde se subraya la experiencia personal de participación en el misterio. S.
Juan de la Cruz habla del «trueque» maravilloso: «Y que Dios sería hombre
/ y que el hombre Dios sería... Y la madre estaba en pasmo / de que tal
trueque veía: / el llanto del hombre en Dios / y en el hombre la alegría / lo
cual del uno y del otro / tan ajeno ser solía» (Romances 139-140;
305-310). Veamos ahora cómo el hombre llega a ser divino, cuál es el proceso
de su crecimiento espiritual, aunque empezaremos nuestro camino mucho más
atrás: en el mismo proyecto creador de Dios. 3.
Lo Hiciste Poco Inferior a los Ángeles (Sal 8,6). San Juan de la Cruz interpreta la creación
del cielo y de la tierra como la construcción del «palacio para la esposa»
(R 103), la preparación del marco donde se puedan desarrollar las relaciones
entre el Amado Cristo y su amada. Reinterpretación poética de Génesis 1 y 2,
que también ven la Creación como jardín destinado al hombre, culmen de la misma. De aquí la diferencia radical entre
las criaturas racionales y las demás obras, ya que las primeras «son más
nobles que las otras» (C 7,1) debido al motivo por el que han sido
creadas (son un regalo de amor del Padre al Hijo) y al fin para el que están
destinadas (la unidad de amor con él). En ellas encuentra su predilección el
Padre porque se parecen a Cristo (R 61-64) y porque Cristo es su cabeza (R
121-122). Esto explica que se entregue totalmente a ellas, dándoles el mismo
amor que tiene al Hijo (R 73-76). Tanto los hombres como los ángeles están
destinados a ser la esposa de Cristo. Aquéllos son «algo de menor valía»
(R 118) que éstos, pero el proyecto de la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, incluso antes de llevar a cabo su creación, es hacerse uno de
ellos, «porque en todo semejante / él a ellos se haría» (R 135-136)
para unirse a ellos y transformarlos en sí: «él los engrandecería / y que
aquella su bajeza / él se la levantaría» (R 131-133). Lo que equivale a
presentar su esposa al Padre e introducirla en la comunión de amor de la vida
trinitaria: «y que, así juntos en uno, / al Padre la llevaría... que,
dentro de Dios absorta, / vida de Dios viviría» (R 157-158, 165-166). Por
lo tanto, Dios tenía proyectada la Encarnación de su Hijo desde toda la
eternidad, desde antes de la misma Creación y, por lo tanto, desde antes del
pecado del hombre. Esto se debe a dos causas, principalmente: la ley del amor
y la pedagogía de Dios. 1. La ley del amor: es ley de amores perfectos que el amante
se haga una cosa sola con el amado (R 235-238). El amor tiende a la unidad «porque
la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada» (C 28,1) y
a la identificación con quien se ama: «El amor hace semejanza entre lo que
ama y es amado... no sólo iguala, mas aun sujeta al amante a lo que ama»
(1S 4,3). Dios nos ha creado para transmitirnos su amor en Cristo; esto le
lleva a salir de sí para donarse a nosotros. El Verbo se hace carne para
revelarnos al Padre (R 90-95) y hacernos iguales a sí mismo, comunicándonos
su amor (R 154-157). Es la lógica que mueve a los enamorados en sus relaciones:
«Es propiedad del amor perfecto no querer admitir ni tomar nada para sí,
ni atribuirse a sí nada, sino todo al amado; que esto aun en los amores bajos
lo hay, cuánto más en el de Dios, donde tanto obliga la razón» (C 32,2).
Esto nos permite, a su vez, enamorarnos, salir de nosotros mismos, acoger al
Amado en nuestras vidas, entregarnos a él y transformarnos en él para que él
nos iguale consigo. Es el trueque misterioso, que provoca el pasmo
de la madre, al ver «el llanto del hombre en Dios / y en el hombre la
alegría, / lo cual del uno y del otro / tan ajeno ser solía» (R 307-310) 2. La pedagogía de Dios: Él nos conduce a la realización de
nuestra vocación por los caminos más adecuados. Hemos sido creados por amor y
para amar, pero ¿cómo podremos alcanzar a Dios, que se encuentra más allá de
nuestras capacidades, si Él no nos sale al encuentro? Él se acomoda a
nosotros porque piensa en nuestro bien y no en sí mismo. Eso le lleva a
despojarse de su condición divina y a tomar la nuestra; sólo así podemos encontrarnos
con él, enamorar de él, unirnos a él, para que él nos lleve a la plenitud a
la que nos tiene destinados. El místico comprende a Dios como aquel - que -
es - para - el - hombre, y que incluso se sujeta a éste (Cf. C 27,1). «Con
suma bondad y con suma estimación te ama e, igualándote consigo,
mostrándosete en estas vías de sus noticias alegremente, con este su rostro
lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: yo
soy tuyo y para ti» (Ll 3,6). Dios se
manifiesta como el engrandecedor del hombre: «el
fin de Dios es engrandecer al alma» (Ll 2,3).
Esto lo realiza «con liberalidad, sin ningún interés, sólo por hacerte
bien... con larga mano... no menos que como Dios» (Ll
3,6. 16. 40). Como «no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que
igualándola consigo» (C 28, 1), ésta es su única pretensión. Por lo visto se comprende que la Promesa
de divinización del hombre no es un añadido de un segundo momento, sino que
va unida al mismo acto de la Creación: «Al fin, para este fin de amor
fuimos creados» (C 29,3). Es el proyecto inicial de Dios, que él lleva a
cabo con la Encarnación de Cristo y su obra de Redención. 4-
Creados a su Imagen
(Gn 1,27). 4.1. Cristo, Imagen del Padre. Jesucristo, «espejo sin mancilla del
eterno Padre» (Cta. 4) y escondrijo de su rostro (Cf. Ll 3,17), es la imagen visible de Dios, que fuera de él «no
tiene imagen, ni forma, ni figura», (3S 13,1). En él conocemos a Dios, en
él se nos revela y manifiesta. Él es «el depósito de los tesoros del
Padre, el resplandor de la luz eterna, espejo sin mancilla e imagen de su
bondad» (Ll 3,17). Citando la carta a los
Hebreos (1,3), Juan de la Cruz repite continuamente que es también «el
resplandor de su gloria y figura de su sustancia» (C 5,4; 11,12; Ll 2,16; Ll A 3,3; R 69). Por
medio de él fueron creadas todas las cosas: «con sola esta figura de su
Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural» (C 5,4).
Más aún, en Cristo las lleva a la plenitud a la que estaban destinadas desde
el primer momento: «también con sola esa figura de su Hijo las dejó
vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural» (C 5,4). Esta
imagen o figura de Dios, que es Cristo, el Verbo encarnado, es también «rastro
de Dios... divina huella de Dios» (C 25,4), en cuanto que refleja siempre
al Padre y a él remite: «la huella es rastro de aquel cuya es la huella»
(C 14 y 15,27). Por lo tanto, quien quiera ver a Dios o conocer algo de él,
necesariamente tiene que acudir a Cristo: «Si quisieses que te respondiese
yo... mira a mi Hijo... Y si también quisieses otras visiones y revelaciones
divinas... mírale a él también humanado, y hallarás en eso más que piensas»
(2S 22,6). Al mismo tiempo, todo lo que ha sido hecho por su mediación es,
para el alma enamorada, huella del Amado, «rastro de su hermosura y
excelencia» (C 6,2). Así, la Creación envía a Cristo, quien, a su vez,
envía al Padre. Por eso insiste en que hay que centrarse en él, que es el
único camino. Lo demás es desperdiciar energías. «Y si en este ejercicio
hay falta, que es el total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras
es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas
consideraciones y comunicaciones como los ángeles. Porque el aprovechar no se
halla sino imitando a Cristo, que es el camino y la verdad y la vida, y
ninguno viene al Padre sino por él» (2S 7,8). 4.2. El
hombre, Imagen de
Cristo. El ser humano no sólo conserva las huellas
de su hacedor, como las otras obras de Dios, sino que es su misma imagen, «hermosísima
entre todas las criaturas» (C 1,7), entre las que ocupa un puesto
privilegiado: «El sabio compara las criaturas a la pez, porque más
diferencia hay entre la excelencia del alma y todo lo mejor de ellas, que hay
del claro diamante o fino oro a la pez... y más diferencia hay entre el alma
y las demás criaturas corporales, que entre un muy clarificado licor y un
cieno muy sucio... (ya que el alma) en sí es una
hermosísima y acabada imagen de Dios» (1S 9,1). De aquí se deriva su
altísima concepción del ser humano, que le lleva a decir: «un solo
pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (D 34). El Génesis nos recuerda que el ser humano
fue creado «a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,
27). Los Padres de la Iglesia insistían en que la Imagen, el Modelo, es
Cristo, el Verbo que había de encarnarse. Esta figura la llevamos siempre en
nuestro interior y no puede desaparecer ni con el pecado. Es como el molde
con el que hemos sido hechos. La semejanza, sin embargo, es la manifestación
en la vida cotidiana de nuestra condición interior. Se perdió con el pecado y
sólo se puede recuperar con el camino de seguimiento de Cristo, intentando
«asemejarnos» a Él en nuestro actuar. En esta misma línea se sitúa S. Juan de
la Cruz. Para él, el hombre purificado, que se mueve únicamente por la aspiración
del Espíritu Santo, es el verdadero reflejo de Cristo, cuya imagen lleva
en sus entrañas dibujada y que ahora trasluce al
exterior. «El alma se siente con cierto dibujo de amor... deseando que se
acabe de figurar con la figura cuyo es el dibujo, que es su esposo, el Verbo,
Hijo de Dios, el cual, como dice San Pablo, es resplandor de su gloria e
imagen de su sustancia (Heb 1,3), porque esta
figura es la que aquí entiende el alma en que se desea transfigurar por amor»
(C 11,12). Por eso puede decir que «la persona devota de veras... la viva
imagen busca dentro de sí, que es Cristo» (3S 35,5). Dentro de nosotros
llevamos el «dibujo» de Cristo, pero «el dibujo no es perfecta pintura»
(C 12,6). Ésta se manifestará únicamente al final del proceso de unión -
transformación, cuando el alma refleje claramente en su ser y en su actuar
esta «viva imagen»; cuando sobre el dibujo se verá claramente la figura a la
que corresponde: «(Los ojos deseados) tiene en sus entrañas dibujados, es
a saber, en su alma según el entendimiento y la voluntad; porque, según el
entendimiento, tiene estas verdades infundidas por fe en su alma... sobre
este dibujo de fe hay otro dibujo de amor en el alma del amante, y es según
la voluntad, en la cual de tal manera se dibuja la figura del Amado y tan
conjunta y vivamente se retrata, cuando hay unión de amor, que es verdad
decir que el amado vive en el amante y el amante en el amado» (C 12,
6.7). No importa que el hombre quiera ignorar su
identidad - vocación; el deseo de Dios queda siempre en lo más profundo de su
ser, y se hace continuamente presente, aunque se intente alejarlo. Fuimos
creados para alcanzar el matrimonio espiritual con Cristo, «por lo cual
nunca descansa el alma hasta llegar a él» (C 22,6). Es algo tan profundo
y condicionante, que ninguna cosa que el hombre haga puede eliminar ni
destruir la vocación que Dios le imprimió al crearle. Al máximo la puede
oscurecer u ocultar: «De la misma manera que pondrían los rasgos de tizne
a un rostro muy hermoso y acabado, de esa misma manera afean y ensucian los
apetitos desordenados al alma que los tiene, la cual es en sí una hermosísima
y acabada imagen de Dios... Aunque es verdad que el alma desordenada, en
cuanto al ser natural, está tan perfecta como Dios la creó, pero cuanto al
ser de razón está fea, abominable, sucia, oscura.» (1S 9,1.3). Aunque la
imagen no pueda desaparecer, es verdaderamente difícil reconocer esta
realidad interior en la persona que vive de espaldas a Dios; que no refleja
su identidad más profunda y que se siente incapacitada para realizar su
vocación: «Desordenada en sus potencias... ni el entendimiento tiene
capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco
lo tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene
habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco tiene el
espejo que está tomado de vaho para representar claro en sí el rostro
presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del
apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el
agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira» (1S 8,2). Esto
no significa que falten la luz del sol o el rostro del que se mira -es decir,
la imagen de Dios en lo profundo del ser humano- sino que el aire está sucio,
o el espejo empañado, o el agua turbia -esto es, el hombre no refleja la
imagen de Dios que lleva dentro, porque vive en el pecado-. La imagen
destruida no se podría rehacer, mientras que la simplemente oscurecida o
escondida puede ser limpiada y reencontrada. Para conseguir ese fin nos
propone el camino de «Subida al Monte Carmelo». Él es testigo de que
conseguirlo no es imposible. Esto no es única ni principalmente fruto
de su acción, sino la colaboración con Dios para que se manifieste lo que ya
llevaba dentro en potencia, cumpliéndose así el proyecto creacional
del Padre: «el que a ti más se parece, a mí mas satisfacía» (R 61,62).
Cantando los deseos de llevar a plenitud la realidad que ya se posee, dice: «Aquello
que me diste, esto es, aquel peso de gloria en que me predestinaste, ¡oh
Esposo mío!, en el día de tu eternidad, cuando tuviste por bien de determinar
de criarme, me darás luego allí en el día de mi desposorio y bodas y en el
día mío de la alegría de mi corazón» (C 38,9). En el día de la
eternidad de Dios, el Padre decidió crear al hombre según la imagen del
Hijo. Todos la llevamos dentro, pero sólo se manifiesta a los ojos de los
demás cuando nos transformamos en él, en el día de la alegría de nuestro
corazón. Momento en que podremos cantar con San Pablo que Cristo vive
en nosotros (Gal 2,20, varias veces citado por el Santo en este
contexto). Entonces, «sobre este dibujo» que lleva en sus entrañas, se
terminará de ver clara la figura del Amado. La ejemplaridad arquetípica de Cristo
(fuimos creados a su imagen), es la base de una relación sustancial: nuestra
existencia es una llamada a participar de su misma vida. El punto histórico
de partida es el deseo de encontrarle. El camino es un verdadero proceso de
identificación con él y de transformación en él. Juan de la Cruz está seguro
de que el encuentro se realizará, antes o después, si el hombre se «dispone»,
si sus deseos son auténticos; precisamente porque no es obra de su capacidad,
sino fruto de la promesa: «¡Oh, Señor Dios
mío!, ¿quién te buscará con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a
su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a
los que te desean?» (D 2). Utilizando la filosofía de su época,
formula cuatro principios basilares: 1- El hombre tiene «capacidad infinita»
(2S 17,8. Cf. 2S 3,1; Ll 3,18). 2- El alma, al ser creada, «está como
una tabla rasa y lisa en que no está pintado nada» (1S 3,3). 3- «el amor hace semejanza entre lo que
ama y es amado... mas aun sujeta al amante a lo que ama» (1S 4,3. Cf. 1S
5,1; R 235-238). 4- Añade, finalmente, que «dos
contrarios, como dice la filosofía, no pueden caber en un sujeto» (1S
4,2. Cf. 1S 6,1). A partir de estos presupuestos se
entienden las relaciones del hombre con las criaturas y con Dios: «San
Juan de la Cruz concibe al hombre como una pura posibilidad, tabla rasa donde
nada estaba escrito en el principio. De esa forma se explica su absoluta
libertad. El alma debe decidirse, escogiendo su camino y su futuro». Se
puede optar por las criaturas, intentando colmar con ellas el propio corazón.
Esto ata a las criaturas e iguala con ellas. Una segunda posibilidad es optar
por Dios, que es la salud y el gozo y la vida del hombre (Cf. C 2,8) y
ponerse en sus manos. En esta dialéctica se construye el hombre. El Santo insiste continuamente en que el
problema no está en el uso o en la posesión de las coas,
sino en la afección. Es una cuestión de voluntad, de prioridades, de amor, en
último término: «no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no
desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y
apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque
las tenga» (1S 3,4). El uso de las cosas no es un fin en sí mismo, sino
un medio. Se pueden usar bien y se pueden usar mal. El único fin absoluto del
hombre será siempre la unión con Dios en Cristo, a lo que todo lo demás se
supedita. «Todas las veces que, oyendo músicas u otras cosas, y viendo
cosas agradables, y oliendo suaves olores, y gustando algunos sabores y
delicados toques, luego al primer movimiento se pone la noticia y afección de
la voluntad en Dios... saca provecho de lo dicho... porque entonces sirven
los sensibles al fin para que Dios los crió y dio, que es para ser por ellos más
amado y conocido» (3S 24,5). 5-
Esperamos Participar
de su Gloria (Rom 5,2). 5.1.
Somos capaces de
Dios. Por lo que hemos visto hasta aquí, podemos
comprender el impulso profundo, la necesidad irrenunciable que siente el hombre
de buscar la unión con el que es su origen y su destino. Unión deseada «desde
siempre», apetecida «natural y sobrenaturalmente»: «Le dice en esta
canción a su Esposo que allí... le dará la gloria esencial para que él la
predestinó desde el día de su eternidad... Esta pretensión del alma es la
igualdad de amor con Dios, que siempre ella natural y sobrenaturalmente
apetece» (C 38,2-3). Aquélla es «la felicidad para que Dios la
predestinó» (C 39,9). Porque ha sido creado para la comunión, con
capacidad de Dios, no puede saciarse con menos: «Las potencias del alma...
son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con
menos que infinito» (Ll 3,18). Las criaturas
son sólo «migajas» caídas de la mesa del Padre, que entretienen momentáneamente
al hombre, pero no apagan su hambre. Efectivamente, el ser humano «no
puede satisfacerse ni contentarse hasta poseer de veras a Dios; porque todas
las demás cosas no solamente no la satisfacen, mas antes, como habemos dicho,
le hacen crecer el hambre y apetito de verle a él como es... así como hacen
las meajas en grande hambre» (C 6,4). S. Juan de la Cruz insiste en que
la transformación en Dios no sólo es posible, es lo que exige nuestra
condición, ya que para eso fuimos creados: «Y no hay que tener por
imposible... que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en
que el alma se hace deiforme y dios por
participación... Porque esto es estar transformada en las tres personas en
potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para
que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza» (C 39,4). El hombre siente hambre de trascendencia,
desea unirse a Dios. El Santo es consciente de que no podemos alcanzarlo sólo
con nuestras fuerzas, porque «esta transformación y unión es cosa que no
puede caer en sentido y habilidad humana» (2S 4,2); «unirse a lo
sobrenatural... con natural habilidad sólo, es imposible» (3S 2,13). Lo
importante es que el creyente se disponga «en cuanto es de su parte» y
deje actuar a Dios (2S 4,2), ya que «tiene potencia para lo sobrenatural,
para cuando Nuestro Señor la quisiere poner en acto sobrenatural» (2S
3,1). El hombre puede conocer, amar y acoger a Dios, porque él,
gratuitamente, le ha salido al encuentro con el don de las virtudes teologales,
que dilatan sus capacidades naturales. Así la fe ensancha su conocimiento, la
esperanza alarga su memoria, y el amor fortifica su voluntad: «Las tres
virtudes teologales, que son: fe, caridad y esperanza, las cuales se refieren
a las tres dichas potencias por el orden que aquí se ponen: entendimiento,
voluntad y memoria» (C 2,7). Desarrolla cómo se realiza esta
transformación y plenificación de las potencias
naturales por medio de las virtudes teologales en 2S 6. Nuestras potencias y
pasiones nos han sido dadas en orden a Dios: «de manera que el alma no se
goce sino de lo que es puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza
de otra cosa...» (3S 16,2); esto es lo que pide la razón (lo dice
aquí y lo repite continuamente: 1S 1,1; 9,3; 2S 21,4; 22,9.11; etc.). 5.2. A
semejanza de
Cristo. Que el hombre ha sido creado a imagen de
Dios, según la Imagen que es Cristo, significa que estamos destinados a
participar de su misma vida intradivina: «Sabemos
que seremos semejantes a él (1Jn 3,2), no porque el alma se hará tan capaz
como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará
semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, dios por participación»
(2N 20,5). Para hacernos semejantes a Dios, hemos de unirnos con Cristo, poner
los ojos en él (Cf. 2S 22,6), guiarnos «por la ley de Cristo hombre»
(2S 22,7), seguir «sólo lo que es enseñanza de Cristo» (Idem), «estar en lo que Cristo nos enseñó» (2S
22,8), «siguiendo sus pisadas» (Cta. 7), «conformándose con su
vida» (1S 13,3), «porque el aprovechar no se halla sino imitando a
Cristo, que es el camino y la verdad y la vida, y ninguno viene al Padre sino
por él, según él mismo dice por San Juan (14,6)» (2S 7,8). Por eso se
lamenta dolorido al constatar que «es muy poco conocido Cristo de los que
se tienen por sus amigos» (2S 7,12). Formula la vocación cristiana como un «seguir
a tu dulcísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y hacerse semejantes a él en
la vida, condiciones y virtudes, y en la forma de desnudez y pureza de su
espíritu» (D prol). Escribiendo a la M. Ana de
Jesús pocos meses antes de morir, resume sus consejos en el hacerse «semejante
a este gran Dios nuestro, humillado y crucificado; pues que esta vida, si no
es para imitarle, no es buena» (Cta. 25). De esta manera se prepara para
que él lleve a plenitud su obra en el matrimonio espiritual, en el que el
hombre se asemeja a su dulce Esposo «por las acciones y movimientos
de amor hasta transformarse en él» (3S 13,5; Cf. C 36,7). El Hijo de Dios encarnado está al inicio
del camino, llamando al hombre (C 14,29), siendo la puerta (2S 7,2) y el
camino (2S 7,9) y la meta (C 22,3). Él es modelo de vida (3S 23,2), principal
amante (Ll 3,28) «hermano, compañero y maestro,
precio y premio» (2S 22,5). De hecho, las primeras palabras del Cántico
Espiritual, en que presenta el camino de la perfección cristiana, desde que
el hombre se hace consciente de su llamada hasta la consumación plena, son: «Declaración
de las canciones que tratan del ejercicio de amor entre el alma y el Esposo
Cristo». La vocación del hombre es ejercitarse en el amor con Jesucristo,
su Esposo. De él hablan todas las obras de San Juan de la Cruz, siempre en
clave esponsal, aunque en algunos textos lo llame
«Sabiduría», «Hijo», «Verbo», «Dios»... En este sentido, son muy
significativas las palabras de conclusión del Cántico: «Todas estas
perfecciones y disposiciones antepone la esposa a su Amado, el Hijo de Dios,
con deseo de ser por él trasladada del matrimonio espiritual, a que Dios la ha
querido llevar en esta Iglesia militante, al glorioso matrimonio de la
triunfante, al cual sea servido llevar a todos los que invocan su nombre el
dulcísimo Jesús esposo de las fieles almas. Al cual es honra y gloria
juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, in saecula
saeculorum. Amén» (C 40,7). 6- Revestíos del Hombre Nuevo que se va Renovando a Imagen de su Creador (Col 3,10). Hemos visto los principios generales de
nuestra identidad: fuimos creados a imagen del Hijo de Dios, por lo que somos
estructuralmente capaces de Dios y vocacionados a
asemejarnos con Jesucristo, a gozar de su misma vida. Más que una realidad
estática, es un proyecto, que el hombre puede realizar o rechazar. De hecho,
históricamente, el hombre ha rechazado el plan de Dios y ha elegido vivir de
espaldas a él, sin desarrollar las potencialidades que llevaba dentro.
Entramos en el problema del pecado original, presentado por San Juan de la
Cruz más en sus efectos sobre el hombre y en su remedio en Cristo, que en su
realización concreta. Al hablar de unos temas hoy tan problemáticos y
discutidos como los dones preternaturales y el pecado original, sigue –con
algunos matices- las opiniones teológicas tradicionales, aceptadas por todos
en su época. Donde se muestra más original, en la línea de los Padres
orientales, es en la Teología de la Redención, que no se limita a restaurar
una situación primitiva, sino que va mucho más allá, estableciendo una
realidad nueva, aunque correspondiente a un proyecto anterior al pecado y a
la misma creación: el proceso de divinización de las criaturas. 6.1. La
creación de los
primeros padres. Adán fue creado en el «estado de la
inocencia» (2N 24,2), o, llamado de otro modo, «estado de la justicia
original» (C 37,1), «en que Dios le dio a Adán gracia e inocencia»
(C 37,5), «que no sabía qué cosa era el mal» (C 26,14). Desde el
principio su vocación era la unión de amor con Dios, el encuentro con Cristo
y transformación en él, ya que la intención del Padre al crearle era que
amara a su Hijo como él le amaba en el Espíritu Santo, que fuera su esposa;
y la del Hijo era darle a conocer al Padre y llevarle a él, para que le amara
como él le ama en el Espíritu Santo. «Al fin, para este fin de amor fuimos
criados» (C 29,3). Al principio, el hombre utilizaba su actividad natural
para crecer en el amor de Dios, para prepararse a la unión con él, ya que «toda
la armonía y habilidad de la parte sensitiva del hombre servía al hombre para
más recreación y ayuda de conocimiento y amor de Dios en paz y concordia con
la parte superior» (C 31,5). Los sentidos interiores y exteriores,
servían, así, de manera ordenada, al fin para el que fueron creados: ofrecer
al hombre el conocimiento de la realidad y ser el medio de su relación con el
mundo, al servicio del espíritu: «En el estado de la inocencia a nuestros
primeros padres todo cuanto veían y hablaban y comían en el paraíso les
servía para mayor sabor de contemplación, por tener ellos bien sujeta y
ordenada la parte sensitiva a la razón» (3S 26,5). 6.2. Los
efectos del Pecado
Original en el hombre. No comenta cómo se realizó. Habla de sus
efectos, que nos dificultan para realizar la vocación inicial. La
consecuencia principal fue «un desorden en la razón»; por lo que cayó
en un «mísero estado de cautiverio» (1S 15,1), encontrándose ahora «como
un gran señor en la cárcel, sujeto a mil miserias... a cada ocasión sus
siervos y esclavos (potencias y capacidades naturales) sin algún respeto se
enderezan contra él» (C 18,1). En este estado, la esposa pasó de ser
señora a sierva. Ahora se encuentra «sujeta a las pasiones y apetitos
naturales» (1S 15,1), marcada por «la hebetudo
mentis y la rudeza natural» (2N 2,2), con «el
caudal natural caído y bajo» (C 23,8). No es cosa de algunos
individuos, sino que toda «la naturaleza humana fue estragada y perdida»
en Adán (C 23,2). Con el mismo convencimiento afirma que «Dios
en cualquier alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste
sustancialmente» (2S 5,3), y que también después del pecado de Adán, el
alma «en cuanto al ser natural está tan perfecta como Dios la crió»
(1S 9,3), y que conserva la capacidad de Dios. Sin embargo, añade a
continuación: «en cuanto al ser de razón está fea, abominable, sucia,
oscura». Esto equivale a estar ciegos y sordos para los grandes
bienes que Dios nos propone (Cf. C 39,7). Hasta el punto de que muchos no le
echan de menos: «No ignoro que hay algunos tan ciegos e insensibles que no
lo sienten, porque, como no andan en Dios, no echan de ver lo que les impide
a Dios» (1S 12,5). Es la esclavitud de los apetitos desordenados, que
hacen de nosotros, dominados por ellos, «gente sin razón» (1N 6,2), «incapaz
para recibir consejo y enseñanza razonable acerca de las obras que debe
hacer» (3S 28,9). Con el deseo de urgir a ponerse en camino,
subraya la situación de los que se encuentran dominados por los apetitos,
describiendo los males que ocasionan en el hombre. Los resume en cinco: «cansan
al alma, y la atormentan, y oscurecen, y la ensucian y la enflaquecen»
(1S 6,5). Esto les impide realizar juicios sensatos y hacer elecciones
correctas, porque, quien se encuentra preso de los apetitos desordenados, «no
da lugar para que ni el sol de la razón natural ni el de la sabiduría de Dios
sobrenatural la embistan e ilustren» (1S 8,1). Para clarificar lo dicho, añade:
«el apetito, en cuanto apetito, ciego es; porque de suyo, ningún
entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre su mozo de ciego. Y de
aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega» (1S
8,3). Lo ilustra con dos imágenes verdaderamente expresivas, que nos ayudan a
comprender la gravedad de este desorden interno y la necesidad de corregirlo:
«Poco le sirven los ojos a la mariposilla, pues que el apetito de la
hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera. Y así podemos decir
que el que se ceba de apetito es como el pez encandilado, al cual aquella luz
antes le sirve de tinieblas para que no vea el daño que los pescadores le
aparejan» (Idem). De ahí la insistencia de San
Juan de la Cruz en invitar a sus lectores a salir de esta situación,
trabajando en la reconstrucción de su identidad escondida, la que conserva en
el fondo de su alma: ser imagen del Verbo de Dios humanado. 6.3. ¡Oh
feliz culpa! El pecado del hombre no interrumpe el
proyecto de Dios. Él sabe que somos como niños caprichosos, que todo lo más
que podemos hacer es caminar más despacio de lo que él querría, pero no
detener su obra: «semejantes a los niños que, queriendo sus madres
llevarlos en brazos, ellos van pateando y llorando, porfiando por se ir ellos
por su pie, para que no se pueda andar nada, y, si se anduviese sea al paso
del niño» (S prol 3). Al final del camino, en
el matrimonio espiritual, el Esposo hace entender al hombre «los modos y
maneras de la redención humana» (C 23,1). El Santo expone una teología de
la Redención en clave esponsal, como restauración
de las relaciones con Dios, y el posterior, lento camino de recreación del
hombre, en preparación a un encuentro más perfecto, en el que el Esposo hace
entender al alma: «La admirable manera y traza que tuvo en redimirla y
desposarla consigo por aquellos mismos términos que la naturaleza humana fue
estragada y perdida, diciendo que, así como por medio del árbol vedado en el
paraíso fue perdida y estragada en la naturaleza humana por Adán, así en el
árbol de la cruz fue redimida y reparada, dándole allí la mano de su favor y
misericordia por medio de su muerte y pasión» (C 23,2). El hombre puede
considerarse verdaderamente dichoso porque entiende que «sabe él (Dios)
tan sabia y hermosamente sacar de los males bienes, y aquello que fue causa
de mal, ordenarlo a mayor bien» (n.5). La Redención es el desposorio del
Hijo de Dios con la naturaleza humana y, consiguientemente con cada alma
(n.3), que se hizo en la cruz de una vez para siempre y en el
bautismo se aplica perfectamente a cada alma (n.6). «Aunque ella (el
alma) de suyo sea de bajo precio y no merezca alguna estima» y es digna
de desprecio «por la fealdad de su culpa y bajeza de su naturaleza», se
sabe preciosa y digna de ser amada, por la obra de su amado que la ha
redimido de su culpa y elevado de su condición «después que la miró la
primera vez, en que la arreó con su gracia y vistió con su hermosura»
(Cf. C 33,3). Tomando conciencia de ello, el hombre inicia la aventura
espiritual de la subida al Monte Carmelo, el camino de la unión. La
Redención no es simplemente el perdón de los pecados y la recuperación de un
estado perdido, sino el inicio, por parte de Dios, de un camino de
divinización del hombre. La esposa se sabe amada por pura gracia. Esto la
anima a iniciar una relación de amor con el Amado, que va añadiendo gracia
sobre gracia (Jn 1,16, varias veces citado por el Santo en este contexto). 6.4. El
camino de la Unión
con Cristo. S. Juan de la Cruz propone sólo las líneas
maestras del proceso, porque él es muy consciente de que «a cada una lleva
Dios por diferentes caminos, que apenas se halla un espíritu que en la mitad
del modo que lleva convenga con el modo de otro» (Ll
3,59). De todas formas, nos pueden servir algunos de referencia generales. La
primera etapa es «caer en la cuenta», descubrir la vocación a la que
ha sido llamado. Esto equivale a entender que Dios «la ha criado solo para
sí, la ha redimido por sí solo y la ha rodeado de mil beneficios desde antes
que naciera» (Cf. C 1,1). Una vez que el hombre descubre que «Dios es
la luz y el objeto del alma» (Ll 3,70), puede
lanzarse a la búsqueda del Amado. El segundo momento es la vivencia profunda
de las virtudes teologales -por parte del alma «con ansias en amores
inflamada»-, para configurarse con Cristo; porque «sin caminar a las
veras con el traje de estas tres virtudes, es imposible llegar a la
perfección de unión con Dios por amor» (2N 21,12). Éste es el medio mejor
para purificar los apetitos, para entrar en la noche, ya que practicar
las virtudes teologales equivale a la concentración en un único deseo, el
esencial, frente a la dispersión de los apetitos. Y, lo que es más
importante, significa vivir como Jesucristo vivió. A la práctica de las
virtudes va unida, desde el punto de vista oracional, el ejercicio de «la
meditación, que es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras»
(2S 12,3), necesaria a los principiantes «para ir enamorando y cebando el
alma» (2S 12,5). Consiste, principalmente, en el estudio y consideración
amorosa de los misterios de la vida de Cristo y de su enseñanza para saber
«imitarlo»; porque «el aprovechar no se halla sino imitando a Cristo»
(2S 7,8), ya que él es nuestro único «ejemplo y luz» (2S 7,9). «Traiga
un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con
su vida, la cual debe considerar para saber imitarla y haberse en todas las
cosas como se hubiera él» (1S 13,3). No es una repetición literal de sus
«actos» lo que pide el Santo, sino comportarnos según sus «actitudes». Nos lo
dice literalmente, cuando recomienda «no hacer ni decir palabra notable
que no la dijera o hiciera Cristo si estuviera en el estado que yo estoy y
tuviera la edad y salud que yo tengo» (Grados 3). Hoy hablaríamos mejor
de «seguimiento», para expresar este concepto. Vocablo no ausente en la obra
sanjuanista, que invita a «seguir a tu dulcísimo Hijo, Nuestro Señor
Jesucristo, y hacerse semejantes a él en la vida, condiciones y virtudes»
(D prol). Con la práctica de las virtudes teologales
y de la oración meditativa, se consigue el equilibrio necesario para concocer sin engaño y tomar decisiones con libertad, «poniendo
en razón las potencias y razones naturales del alma y sosegando todos los
demás apetitos» (C 20 y 21,4). Porque en la concentración en el Amado
Cristo, el hombre desarrolla sus capacidades, «no desechando nada del
hombre ni excluyendo cosa suya de este amor» (2N 11,4), se encuentra con
su verdad más profunda y se siente irrefrenablemente atraído hacia ella. «En
esta sazón, sintiéndose el alma con tanta vehemencia de ir a Dios como la
piedra cuando se va más llegando a su centro» (C 12,1). Aquí inicia
verdaderamente el camino. En la concepción científica de la época, las cosas,
formadas por la aleación de los cuatro elementos, buscan siempre su centro en
aquél que predomina en su composición. San Juan de la Cruz habla varias veces
de esto y añade que «el centro del alma es Dios» (Ll
1,12). Así el hombre se prepara, «se dispone», para que Dios actúe,
llevando a plenitud su obra. Es el clamor al Amado para que la termine de
unir y configurar consigo, según su promesa. Es el ansia del que se sabe
Imagen de Cristo y desea reflejar con claridad lo que ya es: «Sintiéndose
estar como la cera que comenzó a recibir la impresión del sello y no se acabó
de figurar, y, demás de esto, conociendo que está como la imagen de la
primera mano y dibujo, clamando al que la dibujó para que la acabe de pintar
y formar» (C 12,1). Este es un proceso que dura toda la vida: «En
este camino siempre se ha de caminar para llegar, lo cual es ir siempre
quitando quereres, no sustentándolos» (1S
11,6). E insiste en que hasta el último día de nuestra vida, la unión puede «calificarse ... y sustanciarse mucho más el amor» (Ll prol 3). Lo que no es
posible en este proceso es el estancamiento: quien se satisface con lo que ha
conseguido pierde todo, porque «en este camino, el no ir adelante es
volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo» (1S 11,5). 6.5.
La transformación en
el Amado. Hemos visto los primeros pasos que el
hombre da en el camino de la unión: el descubrimiento de los beneficios de
Dios, del propio destino, y la determinación de configurarse con Cristo por
medio de las virtudes teologales y de la oración meditativa, principalmente.
Todos los hombres están llamados a realizarlo según sus posibilidades.
Entramos ahora en la obra que Dios realiza en algunas personas: La perfecta
unión de semejanza «por gracia y por amor» en esta vida con Aquél al
que se unirán «por gloria» en la Vida Eterna (Cf. 2S 4,4). Es la
continuación del camino ya empezado, pero se produce un salto tan radical,
que podemos hablar de una nueva realidad. No se piense que Dios sólo actúa
llegados a este punto; al contrario, él es el principal agente desde
el principio: nos ha visitado y nos ha hecho caer en la cuenta de su
visita; nos ha infundido las virtudes teologales y nos ha impulsado y
sostenido en todo momento. Pero desde aquí se destaca más el carácter
«pasivo», receptivo de la unión. Igualmente, conviene recordar que «la
unión no está al final del camino, sino en cada momento del mismo,
constituyéndolo», aunque ahora se manifieste más perfectamente. El tercer momento del camino es, pues, la
entrada en la contemplación, el «desposorio espiritual con el Verbo, Hijo
de Dios» (C 14 y 15,2), la Unión de amor, en que Cristo se comunica con
su esposa «hermoseándola de grandeza y majestad, y arreándola de dones y
virtudes» (Idem), aunque la parte sensitiva, «hasta
el estado de matrimonio espiritual nunca acaba de perder sus resabios, ni
sujetar del todo sus fuerzas» (C 14 y 15, 30). De la noche activa
(la obra de disposición por parte del hombre: práctica de las virtudes
teologales, purificación de los apetitos, meditación), se pasa a la noche
pasiva (obra de Dios en el hombre, que produce oscuridad y pena, porque
el hombre no está preparado para acogerla). San Juan de la Cruz compara su
obra a la del fuego sobre un madero verde y húmedo: el calor expulsa la
humedad «y los accidentes feos y oscuros que tiene contrarios al fuego; y,
finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y calentarle, viene a
transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego» (2N 10,1).
En ella, el Amado prepara a la esposa para el encuentro definitivo, cuando «pone
el Esposo Hijo de Dios al alma esposa en paz... poniendo en razón las
potencias y razones naturales del alma» (C 20 y 21,4). La cuarta y última etapa del camino es el feliz
y alto estado del matrimonio espiritual, al cuál todos son invitados, pero
al que «pocos llegan en esta vida» (C 26,4). Entonces el hombre se
manifiesta en todo semejante al que es su modelo. Esto equivale a ser hijos
en el Hijo, a vivir su misma vida, a participar de su destino; cuando se
experimenta que el Padre les comunica «el mismo amor que al Hijo» (C
39,5). «Ésta es la adopción de los hijos de Dios; que de veras dirán a
Dios lo que el mismo Hijo dijo por San Juan al eterno Padre, diciendo: todas
mis cosas son tuyas y las tuyas son mías (17,10). Él por esencia, por ser hijo
natural; nosotros por participación, por ser hijos adoptivos» (C 36,5). Todos los bienes que se reciben en este
alto estado, se encuentran reunidos en el don del Espíritu Santo, que el alma
enamorada, ya conformada a Cristo, devuelve al Padre -como hace el mismo
Hijo- con «inestimable deleite y fruición» de su parte (Ll 3,79). «Ésta es la gran satisfacción y contento del
alma: ver que da a Dios más que ella en sí es y vale» (Ll 3,80). Se participa, así, de la feliz y gloriosa
vida de la Trinidad (Cf. C 22,6): «El Espíritu Santo... levanta el alma y
la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de
amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu
Santo que a ella la aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación,
para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total transformación si no
se transformase el alma en las tres personas de la santísima Trinidad en
revelado y manifiesto grado» (C 39,3). El que fue creado a imagen de
aquel que es la Imagen del Padre, se manifiesta, ahora, totalmente semejante
a su modelo. No es ésta una simple cuestión moral, de imitación de sus
maneras de actuar, sino ontológica, de transformación del propio ser en
Cristo. Advirtamos que, aunque se da una «transformación
total en el Amado... en que está el alma hecha divina y dios por
participación» (C 22,3), no se diluye la propia identidad. El Amado sigue
siendo Jesucristo y la amada el ser humano, también después de la unión: «son
dos naturalezas en un espíritu y amor» (Idem).
Lo clarifica más adelante, al decir que «este hilo del amor los junta, los
transforma y hace uno por amor, de manera que, aunque en sustancia son
diferentes, en gloria y parecer el alma parece Dios y Dios el alma» (C
31,1). «Según lo que está dicho, el entendimiento de esta alma es
entendimiento de Dios, y la voluntad suya es voluntad de Dios, y su memoria,
memoria eterna de Dios; y su deleite, deleite de Dios; y la sustancia de esta
alma, aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente
convertirse en él, es Dios por participación de Dios... De donde puede el
alma muy bien decir aquí aquello de San Pablo: vivo yo, ya no yo, mas vive en
mí Cristo» (Ll 2,34). Todo el proceso se cierra con el deseo y
gozo de que otras personas sigan al Amado a zaga de su huella (Cf. C
25), haciendo para él hermosas guirnaldas o lauréolas
de virtudes y dones (Cf. C 30, 7), y en la aspiración del «beatífico pasto
en manifiesta visión de Dios» (C 36,2), que es la vida eterna. Por eso
canta en Llama: «¡Oh llama de amor
viva, / qué tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo centro! / Pues
ya no eres esquiva, / acaba ya si quieres; / ¡rompe la tela de este dulce
encuentro!». |
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Caminando con Jesus Pedro Sergio Antonio Donoso Brant |